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Hace ya siglos, en la época de las persecuciones del Imperio Romano contra los cristianos, cuando se instaba a los mártires a regresar al culto de los dioses de Roma y del emperador y se les forzaba a renegar del cristianismo, uno de los mayores ataques se dirigía contra la celebración de la Eucaristía. Pero ellos, manteniéndose firmes en la fe, respondían:

«Ya nos podéis quitar la vida, porque nosotros no podemos vivir sin la presencia de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, no podemos vivir sin la Eucaristía».

Actualmente hay países donde los cristianos sólo pueden celebrar la Eucaristía clandestinamente, porque allí se persigue duramente al cristianismo y no se respeta la libertad religiosa. Así, por ejemplo, en Arabia Saudita está prohibida toda religión que no sea el Islam sunita, y aún interpretado por la escuela wahabista, y eso no sólo afecta a las manifestaciones públicas, sino también a la vivencia privada de la fe. El solo hecho de tener una Biblia en casa puede ser motivo para ir a la cárcel, no digamos ya lo que sucedería si la policía religiosa descubre que en una casa particular se está celebrando una reunión de oración o la Eucaristía. Para muchos hermanos nuestros en todo el mundo ser cristiano es algo muy crudo.

No podemos vivir sin la Eucaristía, no podemos vivir sin la presencia viva de Jesucristo resucitado, ésta es una afirmación que debería hacernos pensar a los cristianos del siglo XXI y que tendríamos que llevar en nuestra mente y en nuestra boca. ¿Qué sentido tendría entonces nuestra vida cristiana si no se alimenta con el don del Cuerpo y la Sangre del Señor?, ¿si no nos reunimos en el nombre del Señor Jesucristo para hacer presente la donación de su vida, anunciando el Evangelio y proclamando públicamente nuestra fe? La Eucaristía es el corazón de la Iglesia y de la vida cristiana. No hay vida cristiana sin la Eucaristía; en todo caso podrá haber una vida moral más o menos correcta, pero la vida cristiana es mucho más que eso.

Es importante decirlo cuando, en una sociedad invadida por una visión materialista de la vida, muchos cristianos sienten la tentación de claudicar y de aguar su fe, especialmente al domingo como Día del Señor y no simplemente como día de descanso. La movilidad actual, que en sí misma no es buena ni mala, puede llevarnos a una gran dispersión si no sabemos integrarla en nuestra vida con unos criterios cristianos ya hacernos perder el referente comunitario de la fe que profesamos. El domingo es el día del encuentro con el Señor resucitado y con los hermanos. No podemos vivir sin la Eucaristía, procuremos no faltar nunca a la cita con Cristo y con nuestros hermanos; y si ahora no siempre es fácil participar en la Eucaristía a causa de la pandemia y hemos de adaptarnos a unas circunstancias que a menudo nos limitan, al menos llevemos la Eucaristía en nuestro corazón y en el pensamiento y unámonos a toda la Iglesia a través de la oración y de los medios telemáticos que, en determinadas circunstancias, nos ayudan a estar cerca del misterio del Señor.