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El Evangelio de hoy toca un asunto político-religioso: la autoridad civil y la autoridad divina; la función del Estado y la función de la Iglesia. Los fariseos, pretendiendo nuevamente poner a Jesús contra la pared, le preguntaron si era lícito pagarle impuestos a Roma. Si decía que no -pensaron ellos- podría ser interpretado como desobediencia a la autoridad civil, en manos de los romanos que ocupaban y gobernaban el territorio de Israel. Si contestaba que sí, podría interpretarse como una limitación de la autoridad de Dios sobre el pueblo escogido. La respuesta de Jesús fue clara y sin caer en la trampa: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,15-21).

Con esta hábil respuesta – como muchas otras del Señor ante la insidia de los fariseos- Jesús deja claramente establecido que el respeto y el tributo no sólo se le debe a la autoridad civil, sino que principalmente debemos darle a Dios lo que es de Él y a Él corresponde. Como consecuencia, la Iglesia tiene su campo propio de acción independiente y por encima de toda autoridad política. Por otro lado, la autoridad política tiene su campo propio de acción, relacionado con el orden público y el bien de los ciudadanos. Sabemos, además, que el buen gobernante será aquél que cumple con los designios de Dios buscando el bien de todos. ¿Qué significa todo esto?

1) En primer lugar debemos saber que toda autoridad temporal viene de Dios. Recordemos lo que Jesús, más tarde, le dijo a Pilato, el gobernador romano, en el momento del juicio que éste le hizo antes de condenarlo a muerte: «Tú no tendrías ningún poder sobre mí, si no lo hubieras recibido de lo Alto» (Jn. 18, 11). Si la autoridad civil viene de Dios, también depende de Él. Esto tiene como consecuencia que un gobierno puede llegar a ser injusto si, por ejemplo, se opone al orden divino, a la Ley de Dios; si exige algo que vaya contra la ley natural establecida por Dios, si va en contra de la dignidad humana, en contra de la vida humana, en contra la libertad religiosa, etc. Cuando entra en conflicto la obediencia a Dios con la obediencia al poder civil, hay que tener en cuenta que toda autoridad temporal tiene su origen en Dios y que la autoridad divina está por encima de la autoridad humana.

2) En segundo lugar, debemos tener claro que Dios es el Señor de la historia y todo lo ordena Él para la salvación de la humanidad y de cada ser humano en particular. Hasta las leyes de la Roma pagana y sus gobernantes sirvieron para que se llevaran a cabo los designios de Dios, tanto para el nacimiento como para la pasión y muerte de Jesús, el Salvador del mundo: el edicto de empadronamiento de los judíos, ordenado por el emperador romano, obligó a San José y la Virgen a ir a Belén, donde nacería el Salvador del mundo. Los mismos gobernantes -sean buenos o malos, sean tolerantes o intolerantes, sean lícitos o ilícitos, sean tiranos o magnánimos- aunque no lo sepan o no lo quieran reconocer, aunque no se den cuenta de ello los ciudadanos, son instrumentos de Dios para que se realicen los planes que Él tiene señalados para trazar la historia de la salvación de la humanidad.

Jesús pide que le muestren una moneda y ésta tiene esculpida la imagen del César. Y, ¿qué imagen tenemos nosotros esculpida en nuestra alma? La de Dios, pues hemos sido creados a su imagen y semejanza. Y con el Bautismo hemos sido sellados con el sello de Cristo. Entonces, hay que dar al César lo que es del César, pero más importante aún es dar a Dios lo que es de Dios: cuando llegue el momento de presentarnos ante Él, mostrémosle Su imagen esculpida en nuestra alma. Ése será el final feliz de nuestra propia historia de salvación.