En el lenguaje común relacionamos la dicha con algo bueno, con algo que provoca gozo interior y con una indecible felicidad que viene de lo profundo de nuestro ser. Para cualquier persona religiosa la dicha verdadera es sentirse en comunión con la divinidad, con Dios. La persona religiosa sabe que vive en este mundo y que se siente ciudadano de la tierra, pero al mismo tiempo, aunque no sepa explicar cómo, también sabe que no es ni pertenece por entero a este mundo, se sabe ciudadano de un espacio y de un tiempo que están más allá de todo aquello que percibe por sus sentidos.
La experiencia religiosa cristiana nace del encuentro entre el ser humano y el espíritu de Jesús resucitado de entre los muertos. Jesús, el Cristo, está presente en medio de nosotros de manera espiritual, que es una manera de ser de la realidad. El cristiano, como persona religiosa, se sabe acompañado de Dios por medio de su Palabra, por medio de gestos y símbolos sacramentales, por medio de acciones portadoras de consuelo y de sentido. El creyente sabe que Dios existe y que su presencia es tan real como el aire que respira, aunque no pueda verlo con sus ojos sensibles.
Las Bienaventuranzas del Evangelio son verdaderas consolaciones porque la persona religiosa, el creyente, como parte de la creación del mundo, no puede dejar de experimentar la desgracia, el dolor, la angustia, la decepción, el sufrimiento, etc. Sin embargo, y al mismo tiempo, encuentra en su experiencia religiosa la fuerza y el impulso necesarios para sobreponerse a todo aquello que es negatividad y que amenaza a su vida y persona.
Las consolaciones son momentos trascendentales en nuestra existencia porque por medio de ellas la esperanza descubre que el cielo y la tierra no son dimensiones separadas ni desconectadas entre sí, antes, al contrario, intuye que forman parte de una misma realidad salidas de la mano del Creador.