Jesucristo nos enseña que el amor al prójimo se extiende también a los enemigos; he de saber quiénes son para poderlos amar. Procuraré describir algunas categorías.
1) El diferente. No tiene mis gustos ni mis ideas, no comparte mi punto de vista ni mis esquemas. No parece que podamos entendernos en lo más mínimo. No podemos soportarnos «sin que medie mala voluntad». Entre nosotros hay incompatibilidad de caracteres, de mentalidad y de temperamento. Nuestra proximidad es fuente de incomprensiones y sufrimientos continuos.
2) El adversario. Siempre está contra mí y me desafía con hostilidad. En cualquier discusión me rebate siempre. Critica tercamente todo lo que hago y todas mis propuestas. Su tarea es contradecir mis ideas e iniciativas. No me perdona nada, no me deja pasar ni una, es un muro de hostilidad.
3) El pelmazo. Tiene el poder de irritarme hasta la exasperación. Se divierte haciéndome perder el tiempo, se entromete en los momentos más inoportunos y por los motivos más banales. Pedante, insoportable, chafardero, curioso, indiscreto. Me obliga a oír tabarras interminables y confusas. Me embiste con un torrente de charlatanería para explicarme tonterías que conozco de memoria. Me explica sus minúsculas penas que dramatiza hasta convertirlas en tragedias de dimensiones cósmicas. No tiene respeto alguno por mi tiempo, mis obligaciones y mi cansancio. Es más, disfruta teniéndome prisionero en su telaraña de estupideces.
4) El astuto. Es desleal, especialista en bromas pesadas; por vocación juega a dos barajas. Me arranca una confidencia para ir a venderla de inmediato a quien le interesa. Por delante me pone cara amable, benévola, cordial y sonriente; pero después me apuñala por la espalda. Me dice una cosa, piensa otra y hace una tercera. En mi presencia me alaba con exageración, pero en mi ausencia me destruye con una crítica despiadada. Es el típico individuo del que no te puedes fiar. Tira la piedra y esconde la mano.
5) El perseguidor. Me daña intencionadamente, con la calumnia, la maledicencia, la insinuación molesta y los celos desenfrenados. Disfruta humillándome y no me deja tranquilo con su malignidad.
Después de catalogarlos, ¿cómo debo comportarme? Lo primero que debo hacer es reconocerlos lúcida y honradamente. Sólo si marco el campo enemigo, señalaré también el terreno de mi amor. El amor cristiano debe internarse también en territorio enemigo, no puede quedarse parado en el «próximo». Además, no debo aceptar esta situación de enemistad como definitiva e inmutable, sino que debo comprometerme a removerla y encaminarla en otra dirección. Por eso estoy dispuesto a hacer cualquier sacrificio para darle la vuelta y transformarla en una situación de amor y amistad. Y si por alguna circunstancia me siento atrapado por un sentimiento de desánimo, porque me parece una empresa desesperada, entonces miraré la cruz y me daré cuenta de a través de la cruz de Cristo ha entrado en el mundo una posibilidad infinita de reconciliación. También mi enemigo es alguien por quien Cristo ha dado su vida. Junto a la cruz, mi enemigo es un hermano de sangre, la sangre de Cristo.