El Santo Padre Juan Pablo II quiso que este domingo se celebrara como la fiesta de la Misericordia Divina: en la palabra «misericordia» encontraba sintetizado y nuevamente interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención. Vivió bajo dos regímenes dictatoriales y, en contacto con la pobreza, la necesidad y la violencia, experimentó profundamente el poder de las tinieblas, que amenaza al mundo también en nuestro tiempo. Pero también experimentó, con la misma intensidad, la presencia de Dios, que se opone a todas estas fuerzas con su poder totalmente diverso y divino: con el poder de la misericordia. Es la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor. (Benedicto XVI. 15-4-2007).
El Señor es lento a la cólera y rico en el amor, es la misericordia fiel que nace de las entrañas maternas de Dios. Hoy confesamos la verdad y la posibilidad de este amor, de esta misericordia, que es de Dios y nuestra.
Hoy también, nos fijamos en el apóstol Tomás. Los testigos oculares del resucitado van al encuentro de este apóstol y le dan la buena noticia, la comparten con él, pero él no cree, su incredulidad nos asombra por la osadía de su petición:
Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo. (Jn 20, 27).
Los testigos del Señor no se arredran y le llevan con ellos el domingo siguiente, su misión de difusores de la gran verdad de Jesús comienza a concretarse. Y por todo ello, el encuentro lleno de fuerza entre Jesús y Tomás es paradigma para nosotros, es un modelo de endurecimiento, de humillación y de fe. Nosotros también necesitamos esos encuentros con el Resucitado, no cada semana, sino cada día: el encuentro diario con Cristo. Momentos en los que uno caiga de rodillas, deje de hacer y de hacer, calle y mire a lo alto, al rostro de Jesús presente. Así se ha manifestado la gloria y el amor de Dios del que habla san Juan, su palabra es verdad y hemos sido consagrados en la verdad, introducidos en la verdad del auténtico amor del Hijo de Dios, sin paliativos, sin edulcorantes.
Parece que el siglo XXI se está también revelando como el siglo de los mártires, como el siglo del olvido de los cristianos, en Occidente, en Oriente, en el sur y en el norte de nuestro planeta. Los veintiún mártires de Libia, o los ciento cuarenta y ocho mártires de Kenia asesinados vilmente por odio a la cruz, por odio al Dios encarnado. Al mismo tiempo que nuestros corazones, cuales campanas al vuelo, gritan: basta ya, nuestras almas creyentes reconocen el inmenso don de la fidelidad y del perdón al verdugo como un don sobrenatural que siguen recibiendo los humildes, la primera línea de cristianos: por el olvido que el mundo les dedica, y por su pobreza que les hace bienaventurados. No tenemos miedo, Jesús ha vencido y el discípulo no es más su maestro, y la suma de estos sacrificios de amor consagran al mundo en el Amor, en la misericordia. Jesús, en ti confío.