saldelmundo

Por regla general compartimos las buenas noticias con los amigos y conocidos; hacemos saber a quienes conviven con nosotros lo que nos gusta y llena, y lo difundimos a los cuatro vientos. A todos nos parece normal recomendar a un buen médico que nos ha solucionado un problema de salud, comentar una novela que hemos leído y nos ha gustado, incitar a los demás a defender la camiseta de nuestro equipo favorito, aconsejar una película con la que hemos disfrutado, dar a conocer una tienda en la que hay una buena realidad entre calidad y precio… Aceptamos con normalidad esta especie de “apostolado” en todos los ámbitos de nuestra vida; pero con frecuencia, lo que no estamos muy dispuestos a defender, ni a compartir, ni a mover un dedo para atraer a los demás a nuestra fe que, sin embargo, está en la base de nuestra vida y constituye la fuente de nuestra felicidad.

Todos los cristianos tenemos vocación apostólica, esto no es exclusivo de sacerdotes y religiosos; pero muchas veces nos falta vibración, como si no estuviéramos bastante convencidos de que, si atraemos a los demás hacia Cristo, ellos podrán ser verdaderamente felices en la tierra y después en el cielo. Se suele argumentar que hay que respetar la religión y las ideas de los demás, que lo importante es ser buena persona, que nadie tiene toda la verdad, que no debemos ser intransigentes, sino abiertos, y tantas otras cosas. Es incuestionable que debemos respetar a los demás en sus ideas y religión, amarlos y colaborar con ellos en muchos ámbitos, dialogar, no usar la fuerza ni el engaño, pero eso no significa que no podamos hablar de nuestra fe; ésta es una trampa que pone nuestra relativista sociedad actual que no quiere oír decir nada del Evangelio ni de Cristo por las exigencias que comporta. A menudo se dice que todas las religiones son iguales; pero aceptar este axioma significa no creer que Jesucristo vino al mundo para salvar a la humanidad. De hecho, sus contemporáneos ya tenían sus religiones. Si todas las religiones son iguales, entonces fueron innecesarias su Encarnación y su muerte en la cruz. Y afirmar que no debe hacerse apostolado ni proselitismo es decir a los misioneros de hoy y de siempre que su vida y entrega son inútiles porque el Cristianismo que ellos muestran no es ni mejor ni peor que la religión que ya tienen los pueblos a los que ellos se dirigen.

Que sea preciso adaptar las formas de apostolado a situaciones y momentos específicos es otra cosa. Habrá lugares en que sea posible hacerlo abiertamente. En un sitio habrá que atender las necesidades materiales, en otros habrá que empezar por enseñar la doctrina y en otros limitarnos a dar testimonio, pero teniendo en cuenta que el objetivo final es atraer a las personas hacia Cristo. En todos los ámbitos de la vida, los únicos que no son proselitistas son los acomplejados, los abúlicos, los depresivos…, enfermedades que parecen apoderarse de muchos cristianos supuestamente convencidos. Un cristiano que no hace apostolado manifiesta que no vibra por su fe. El proselitismo, respetuoso y dialogante ciertamente, es algo muy natural y equilibrado.