Con la celebración del Miércoles de Ceniza hemos iniciado el tiempo de Cuaresma, que nos invita a una profunda revisión de nuestra vida y a iniciar un serio proceso de conversión y purificación. Es un tiempo de gracia que Dios nos concede, una oportunidad singular e irrepetible que no debiéramos echar en saco roto. Debemos tomarnos en serio la Cuaresma y enfrentarnos con nuestra propia realidad personal. Tenemos por delante un largo camino para la escucha de la Palabra de Dios, la reflexión y el encuentro silencioso con Dios en la soledad de ese desierto singular que nos hemos construido en la profundidad de nuestra conciencia íntima. Al final de esa peregrinación, la Pascua se nos aparecerá como una explosión de luz fulgurante y transformadora.
La Cuaresma es, pues, sin duda, una experiencia que es siempre un don de Dios que nos conduce al desierto. Fue Él también quien condujo a Israel al desierto por medio de Moisés, y quien condujo a Jesús por medio del Espíritu. Este mismo Espíritu es quien convoca a la comunidad cristiana y la anima a emprender el camino cuaresmal. El desierto es un lugar hostil, lleno de dificultades y obstáculos. Por eso la experiencia de desierto anima a los creyentes a la lucha espiritual, al enfrentamiento con la propia realidad de miseria y pecado. En este sentido, la Cuaresma debe ser interpretada como un tiempo de prueba y de penitencia. Jesús también fue tentado en el desierto. Durante la Cuaresma, la Iglesia vive una experiencia semejante, sometida a las luchas y a las privaciones que impone la militia Christi. El cristiano vive siempre un arduo combate espiritual, no sólo durante la Cuaresma. Pero la Cuaresma representa una experiencia singular, una especie de entrenamiento comunitario en el que los creyentes aprenden y se ejercitan en la lucha contra el mal. Cristo salió victorioso de la prueba. Los cristianos que realizan seriamente el ejercicio cuaresmal y recorren con asiduidad el camino que lleva a la Pascua compartirán sin duda con Cristo la victoria sobre la muerte y el pecado. Iniciar la Cuaresma significa asumir las actitudes de fondo que caracterizan al hombre pecador, consciente de su pecado, arrepentido y confiado en la inmensa misericordia de Dios.
La verdadera conversión a Dios se manifiesta en una apertura generosa y desinteresada hacia las obras de misericordia: dar limosna a los pobres y comprometerse solidariamente con ellos, visitar a los enfermos, defender los intereses de los pequeños y marginados, atender con generosidad a las necesidades de los menesterosos. En definitiva, la Cuaresma se entiende como una lucha contra el propio egoísmo y como una apertura a la fraternidad. A partir de ahí es posible hablar de una verdadera conversión y de una ascesis auténtica. Sólo así puede iniciarse el camino que lleva a la Pascua.