Al plantearnos el sentido de la vida, deberíamos plantearnos también el sentido de la muerte, porque en este mundo solo estamos de paso, y a veces vivimos como si nunca fuésemos a morir. ¡Ah! ¿Ya pensamos que un día nos presentaremos ante Dios y que Él juzgará nuestra vida?
La vejez y la enfermedad nos muestran la caducidad de la existencia humana, pero al mismo tiempo, junto con el sufrimiento y la incertidumbre que comportan, también nos abren las puertas de la esperanza gracias al ejemplo de Jesucristo, que se acercaba a los enfermos, se compadecía de ellos y los curaba. Jesucristo curaba a los enfermos en un doble sentido: a unos los sanaba de su enfermedad y a otros los confortaba espiritualmente; ahora bien, en ambos casos, los enfermos recibían en perdón de sus pecados.
Esta acción de Jesucristo y su misericordia hacia los enfermos se manifiesta hoy en el sacramento de la unción y en la comunión llevada a las personas que sufren en el lecho del dolor. La unción no es un acto siniestro, ni la corroboración de una sentencia de muerte ante un hecho irreversible, sino un sacramento que conforta a los enfermos en el proceso de su enfermedad y en el que, en algunos casos, Dios les devuelve incluso la salud física perdida. Por eso, la unción no es un sacramento para darlo in extremis a los moribundos, sino un sacramento para los enfermos, aunque de su enfermedad no se derive un peligro de muerte inminente.
Es triste ver como hay personas que, aunque se consideran cristianas, no llaman al sacerdote para que visite a sus familiares enfermos, privándoles así de una ayuda espiritual de primer orden; o bien, cuando avisan, lo hacen cuando el enfermo ya está inconsciente, o quizás acaba de morir. «No queremos que se asuste», acostumbran a decir, ¡Dios mío, qué visión tan triste del sacramento de la unción, del ministerio sacerdotal y de la cura de los enfermos en general! No quiero exagerar, pero me vienen a la mente las palabras que dijo un sacerdote mayor hace ya años: «Mejor es morir asustado que morir condenado», porque el susto pasará cuando participemos de la gloria de Dios, pero la condenación… eso sí que no tendrá remedio, sobre todo si hemos rechazado todas las ayudas de la gracia que Dios nos ha dado. Por otra parte, quienes tienen miedo de asustar al enfermo, ¿tendrían el mismo temor su lo tuvieran que convencer para que firmara el testamento? ¿Llevar a un notario ante el lecho de un moribundo no asusta y llevar a un sacerdote sí?
Aprovechemos y valoremos, pues, todos los medios que Dios nos concede para cultivar nuestra relación con Él; no vivamos en el olvido de todo ni en la despreocupación, ni a lo largo de la vida, ni en la enfermedad, ni en la hora de la muerte, porque en todas las etapas de la existencia necesitamos el alimento espiritual que nos fortalece y hace más estrecha y profunda nuestra relación con el Señor.