Cuando nos saludamos, los deseos de paz ocupan un lugar destacado. Pero al pronunciar la palabra «paz», ¿entendemos todos lo mismo? Al despedirse de sus discípulos, Jesús les dice: «La paz os dejo, mi paz os doy»; así distingue entre su paz y otros modos de entender la paz. Para muchos la paz es sólo la ausencia de guerra o una etapa entre dos guerras, que no excluye la carrera armamentística, sino que incluso la presupone, ya que, como dice el refrán: «Si quieres la paz, prepara la guerra». Otros defienden la paz como un equilibrio de fuerzas entre dos bloques que mutuamente se temen y que, sólo por eso, se respetan. Hay quienes consideran la paz como el triunfo abrumador sobre el enemigo, a quien mantienen sujeto, o como la pacificación por las armas y el dominio del más fuerte. Una gran mayoría de «ciudadanos honrados» solamente quieren vivir en paz o que les dejen en paz, pero entienden la paz como la tranquilidad para hacer negocios y vivir despreocupados. También hay quien piensa que la pas es fruto de la justicia y que no habrá paz hasta que cada uno tenga lo que le pertenece. Aparte de que eso es muy difícil, pues cada uno opina que le pertenece un poco más que a los demás, los que anteponen la justicia por encima de todo frecuentemente no se ven exentos de violencia.

La paz de Jesús no es la mera ausencia de guerra, ni el dominio del más fuerte, ni la tranquilidad y la despreocupación por los demás, ni el equilibrio del miedo entre las potencias de este mundo. Ni tan solo el imperio de la ley y el equilibrio de la justicia. La paz de Jesús es la paz de Dios, una paz que este mundo no puede dar. Es una paz cimentada más bien en el desequilibrio o la locura de amor, que todo lo da, todo lo comparte, no busca lo que es suyo y todo lo perdona. Y en este sentido es una paz que supera la ley, ya que la sobrepasa y va más allá de lo que es justo. Por eso, los que aman son los auténticos constructores de la paz. ésta es la paz que nos reconcilia con Dios en Jesucristo, no en virtud de nuestras buenas obras o de nuestros méritos, sino por pura gracia. Sabiendo que Dios nos acepta por amor, los que creemos en el amor de Dios nos sentimos autorizados para aceptarnos a nosotros mismos y reconciliarnos con nosotros mismos. Sabiendo que Dios perdona a los pecadores, los que creemos en este amor nos sentimos obligados a perdonar a nuestros ofensores y a reconciliarnos con todos los hombres.

Cristo y su mensaje son para nosotros la paz verdadera. Si creemos en Cristo y en su Evangelio, si guardamos su palabra, Dios mismo habitará en nuestros corazones: «El que me ama escuchará mis palabras, mi Padre lo amará y vendremos a vivir en él» (Jn. 14,23). Si Dios está con nosotros y habita en nosotros, nada ni nadie podrán perturbar la Paz que él establece con su presencia. «¡Que vuestros corazones se serenen, no temáis!» La pacificación del hombre interior no es aún la pacificación del mundo, pero contribuye poderosamente a la difusión de la paz. Por el contrario, quien no tiene paz en su interior es una continua fuente de conflictos a su alrededor. El miedo y el recelo provocan desconfianza y nos obligan a vivir a la defensiva y de aquí resultan muchas incomprensiones y hostilidades sin fundamento. Sólo los pacíficos, los que tienen esa paz en su interior, los que se sienten amados y abrazados por el mismo Dios, pueden llevar la paz verdadera al mundo, la paz del Espíritu Santo defensor. ésta es la misión encomendada por Jesús a sus discípulos.