Seguimos hoy, segundo domingo de Pascua, celebrando la gran fiesta de la Resurrección del Señor. El evangelio de san Juan nos describe la escena con unos detalles que a nosotros también nos llenan de alegría y nos permiten ver mejor el deseo de Jesús (que todos sean uno), que se hace realidad por el Espíritu Santo que el Maestro, ya resucitado, alienta sobre los apóstoles. La paz llega a los Doce, y un nuevo poder que condensa todo lo que Cristo ha obtenido del Padre desde el trono de la Cruz (que todavía no alcanzan ellos a entender), desciende sobre aquellos hombres sencillos, algunos, pescadores. Se trata del poder de perdonar pecados o de retenerlos.
Hoy también, fijándonos en el apóstol Tomás, nos damos cuenta de la huella que está dejando la Resurrección en los discípulos, y del impacto que ha de tener en nosotros: los testigos oculares del resucitado van al encuentro de Tomás y le dan la buena noticia, la comparten con él, pero él no cree, su incredulidad nos asombra por la osadía de su petición:
Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo. (Jn 20, 27).
Los testigos del Señor no se arredran y le llevan con ellos el domingo siguiente, su misión de difusores de la gran verdad del triunfo de Jesús comienza a realizarse en sus obras y palabras. Y por todo ello, el encuentro lleno de fuerza entre Jesús y Tomás es paradigma para nosotros, es un modelo de endurecimiento, y de humillación y fe. Nosotros también necesitamos esos encuentros con el Resucitado, no cada semana, sino cada día: el encuentro diario con Cristo. Momentos en los que uno caiga de rodillas, deje de hacer y de hacer, calle y mire a lo alto, al rostro de Jesús presente (sí, él está aquí, está presente). Así se ha manifestado la gloria de Dios y el amor de Dios del que habla san Juan, su palabra es verdad y hemos sido consagrados en la verdad, introducidos en la verdad del auténtico amor del Hijo de Dios, sin paliativos, sin edulcorantes, sin anestesia: hemos visto la luz.
Pues en esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? éste es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. (1 Jn 5, 3-6).
Parece que el siglo XXI se está también revelando como el siglo de los mártires, como el siglo del olvido de los cristianos, en Occidente, en Oriente, en el sur y en el norte de nuestro planeta. Los veintiún mártires de Libia (cristianos coptos), o los ciento cuarenta y ocho mártires de Kenia asesinados vilmente por odio a la cruz, por odio al Dios encarnado, son un ejemplo. Al mismo tiempo que nuestros corazones, cuales campanas al vuelo, gritan: basta ya, nuestras almas creyentes reconocen el inmenso don de la fidelidad y del perdón al verdugo como un don sobrenatural que siguen recibiendo los humildes, la primera línea de cristianos: por el olvido que el mundo les dedica, y por su pobreza que les hace bienaventurados. No tenemos miedo, Jesús ha vencido y el discípulo no es más que su maestro, y la suma de estos sacrificios de amor consagra al mundo en el Amor.