Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama.» Y a ella le dijo: «Tus pecados están perdonados.» Estas palabras del Evangelio reflejan a la perfección el misterio de lo que conocemos como la justificación. La justificación es el camino por el que el hombre haya justicia ante Dios y recibe de él su beneplácito y bendición, pero como enseña la Sagrada Escritura y especialmente San Pablo (gran comentarista del Antiguo Testamento), la antigua Ley o Torah sólo nos recuerda nuestros pecados, nuestras miserias insuperables, y por lo tanto, la Ley de Moisés nos recuerda que estamos moribundos a causa del pecado. «Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la Ley, sino por creer en Cristo Jesús. Por eso, hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Cristo y no por cumplir la Ley. Porque el hombre no se justifica por cumplir la Ley.» (Ga 2, 16-18).
Así que a partir de Cristo, el hombre sólo puede encontrar la justificación ante Dios por dos vías inseparables: la fe y las obras. Esta es la enseñanza central del Concilio de Trento que subyace íntegra en las explicaciones del Catecismo actual. El actual año santo de la Misericordia nos recuerda que sólo el que ama mucho será perdonado de sus numerosos pecados, ya que ha caído en la cuenta de que son muchas sus faltas y sus heridas espirituales, que también sangran en el Corazón de Cristo. Así que la mujer pecadora del Evangelio es una imagen de la humanidad y de la Iglesia; estamos llamados a entrar en la casa de Dios con humildad y penitencia, sabiendo que hallaremos gracia ante el trono de Dios. Sólo si aceptamos con Fe la salvación de Cristo y nos disponemos a unirnos a él con nuestras obras de hombres nuevos podremos ser justificados. Nuestra Madre la Iglesia, nos da en este año de gracia la posibilidad de recibir el don de la Indulgencia Plenaria.
«La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos» (Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina)».
«Para entender esta doctrina y esta práctica de la Iglesia es preciso recordar que el pecado tiene una doble consecuencia. El pecado grave nos priva de la comunión con Dios y por ello nos hace incapaces de la vida eterna, cuya privación se llama la «pena eterna» del pecado. Por otra parte, todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama la «pena temporal» del pecado. Estas dos penas no deben ser concebidas como una especie de venganza, infligida por Dios desde el exterior, sino como algo que brota de la naturaleza misma del pecado.» (Punto 1.472 del Catecismo).