Una lectura bíblica transversal nos permite construir la historia de la salvación. Junto al Dios creador del cielo y de la tierra (Gn 1,1) está el Espíritu, dando vida en medio del caos primigenio (Gn 1-2). Este Espíritu es el que prepara la venida de Jesús al pueblo de Dios. El Espíritu actúa en la Encarnación de Jesús cubriendo con su sombra el seno de María (Lc 1,35), y es justamente en este punto, como decía Tertuliano, que «algo del plan de Dios se manifiesta a la humanidad». Con la corona de Adviento, domingo tras domingo, hemos ido haciendo crecer la luz de nuestras comunidades, con la idea de desplazar las tinieblas en las que vivimos e irnos abriendo y preparando para la nueva venida del Dios-con-nosotros, la Luz del mundo.
La historia humana es decepcionante por lo que respecta a su relación con el Espíritu Santo, viviendo de espaldas a su acción dentro de la historia de la salvación hasta el fin de los tiempos, pues es Él quien llena la creación, engendra sabiduría, bondad, justicia, belleza, suscita carismas, inspira culturas y religiones, todo lo renueva desde dentro, fomentando la justicia y la paz (Is 11,1-9).
El Espíritu es dinamismo y movimiento, vida plena; sin Él no hay aire ni vida. Dios queda lejos y Jesús se reduce a un personaje del pasado, la Iglesia a una simple institución y la misión se convierte en propaganda. Por el contrario, con el Espíritu veremos verdaderamente a este niño de Belén como el Jesús de la historia, como el Hijo auténtico de Dios, que ejecuta la voluntad divina hasta la muerte, naciendo así el Cristo de nuestra fe, el RESUCITADO POR EL ESPÍRITU, que da la vida a la COMUNIDAD TRINITARIA, convirtiendo la misión de la Iglesia en un Pentecostés.
Pronto celebraremos el gran misterio de este Dios que se hace hombre, que trae la buena nueva de la reconciliación, que pide cerrar filas a su alrededor, para que el Reino de Dios esté en nuestro mundo