El Evangelio del penúltimo domingo del año litúrgico es el clásico texto sobre el fin del mundo. En toda época ha habido quien se ha encargado de agitar amenazadoramente esta página del Evangelio ante sus contemporáneos, alimentando psicosis y angustia. Basta con leer la frase final del mismo pasaje evangélico: «Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sólo el Padre». ¡Si ni siquiera los ángeles ni el Hijo conocen el día ni la hora del final! En el Evangelio Jesús nos asegura el hecho de que Él volverá un día y reunirá a sus elegidos desde los cuatro vientos; el cuándo y el cómo vendrá forman parte del lenguaje figurado propio del género literario de estos relatos. Cuando nosotros hablamos del fin del mundo, según la idea que tenemos hoy del tiempo, pensamos inmediatamente en el fin del mundo en absoluto, después de lo cual ya no puede haber más que la eternidad. Pero la Biblia razona con categorías relativas e históricas, más que absolutas y metafísicas.

Jesús dice: «No pasará esta generación sin que todo esto suceda». ¿Se equivocó? No; no pasó de hecho aquella generación; el mundo conocido por quienes le escuchaban, el mundo judaico, pasó trágicamente con la destrucción de Jerusalén en el año 70 d. Cuando en el año 410 sucedió el saqueo de Roma por obra de los vándalos, muchos grandes espíritus del tiempo pensaron que era el fin del mundo. Acababa un mundo, el que Roma había creado con su imperio. En este sentido, no se equivocaban tampoco aquellos que el 11 de septiembre de 2001, viendo la caída de las Torres Gemelas, pensaron en el fin del mundo…

Todo esto no disminuye, sino que acrecienta la seriedad del compromiso cristiano. Sería la mayor estupidez consolarse diciendo que, total, nadie conoce cuándo será el fin del mundo, olvidando que puede ser, para cada uno, esta misma noche. Por eso Jesús concluye el Evangelio de hoy con esta recomendación: «Estad atentos y vigilad, porque no sabéis cuándo será el momento preciso».