De un tiempo a esta parte ha disminuido en nuestra sociedad la demanda de los servicios litúrgicos y sacramentales de la Iglesia, no así de sus servicios caritativos. La petición de bautizos, primeras comuniones -no digamos ya de confirmaciones- y bodas ha ido resbalando pendiente abajo; pero la reciente pandemia del covid-19 ha provocado que la caída de las peticiones sea más clamorosa aún, y eso ha afectado también a las exequias, ya que crece el número de personas que solicitan ceremonias laicas para despedir a sus difuntos. Se podría pensar que cada vez se clarificarán mejor los motivos de las creencias de las personas y que quienes piden a la Iglesia sus servicios lo harán porque están convencidos de su fe. Pero por desgracia no es totalmente así, porque en no pocos casos la solicitud de los servicios eclesiales responde más a lo que todavía queda de inercia de épocas pasadas que a una verdadera convicción de la fe cristiana y a un deseo de ser un discípulo de Jesucristo lo más fiel posible. Últimamente observamos en los bautizos que la mayor parte de los padres que piden el Bautismo para sus hijos no están casados sacramentalmente pudiéndolo hacer, que la inmensa mayoría de las parejas que nos piden el matrimonio ya hace tiempo que conviven, que la mayoría de niños y niñas que vienen a catequesis y sus familias no acostumbran a venir a Misa los domingos y eso lo ven tan normal, que la mayoría de los difuntos que enterramos apenas venían a la Iglesia en vida. Si les acogemos y damos lo que nos piden es porque no queremos romper la caña quebrada y porque queremos procurar recorrer con ellos un itinerario que los lleve a la conversión y al deseo de querer ser verdaderos discípulos de Jesucristo; pero no es una tarea fácil y necesitamos la ayuda y la fortaleza del Espíritu Santo.

Estos hechos ponen el dedo en la llaga de una dolorosa cuestión pastoral que desde hace tiempo arrastramos en la Iglesia: el cristianismo a la carta, que pide en ciertos momentos de la vida, a gusto del consumidor, las bendiciones del ritual católico sin comprometerse a una vida coherente y cristiana. Es la religión de aquellos que «creen a su manera», es decir, según su gusto y comodidad; una manera que tiene poco que ver con el seguimiento de Jesucristo, que prometió la cruz a todo aquél que quisiera seguirlo (Mt 16,24-26). Por eso la Iglesia no puede ser un supermercado o un autoservicio donde cada cual toma lo que le gusta; tampoco podemos promover un «cristianismo descafeinado».

¿Cuál ha de ser la respuesta de la Iglesia –es decir, de los cristianos– ante esta cuestión que a menudo, como patata caliente, nos quema las manos? La evangelización y la llamada a la conversión. Es preciso, en primer lugar, que nosotros seamos los primeros en convertirnos, que no vivamos nuestro cristianismo como una élite, como los fariseos, mirando por encima del hombro a quienes no practican ni son tan “coherentes” como nosotros. Quizás ellos han visto fallos en nosotros que los han alejado de Cristo y de la Iglesia. Al mismo tiempo, debemos pedir a Dios que, con el ejemplo y la palabra sepamos dar un testimonio estimulante. Después podremos pedir a Dios la conversión del prójimo. A partir de aquí podremos ayudar a reflexionar a muchos hermanos nuestros que están alejados. La Iglesia ha de ser acogedora, pero acoger no significa ser complaciente en todo. ¿Quiénes son más acogedores que unos padres hacia sus hijos? Pero no por ello les consienten todos sus caprichos, sino que los ayudan a ver qué les conviene más. Ante algunos casos, la Iglesia se mostrará acogedora ayudando a reflexionar y proponiendo que las mismas personas confronten su vida con el Evangelio. Una vez puestos en camino de conversión, veremos qué es lo que se puede hacer por cada uno en orden a vivir como verdaderos hijos de Dios.