Hoy, cercana ya la Pascua, ha ocurrido un hecho insólito en el templo: Jesús ha expulsado el ganado de los mercaderes del templo, ha volcado las mesas de los cambistas y ha dicho a los vendedores de palomas: «¡Quitad esto de aquí! no convirtáis en mercado la casa de mi Padre». Y mientras los terneros y ovejas corrían por la explanada, los discípulos han descubierto un nuevo aspecto del alma de Jesús: el celo por la casa de su Padre, el celo por el templo de Dios.
«Él se refería al santuario de su cuerpo»; el gesto de Jesús lo empezaron a entender los discípulos después de la resurrección. No son éste u otros templos materiales los que nos salvan, sino el amor de Dios manifestado en la «debilidad» de Jesús plenamente humano, crucificado y resucitado. El lugar de encuentro con Dios (y con los hermanos) es la persona de Jesucristo.
¡El templo de Dios convertido en mercado!, ¡qué barbaridad! Debieron empezar por poco. Algún pastor subía a vender un cordero, una anciana que quería ganar unos durillos vendiendo palomas… y la bola fue creciendo. «No convirtáis en mercado la casa de mi Padre». Más que poner orden en el templo, la intención de Jesús es ayudarnos a convertirnos de la mentalidad mercantilista en la relación con Dios. No se trata de ofrecer sacrificios para obtener perdón, sino de emprender un camino de conversión que lleve a cambiar el corazón. No debemos comprar el favor de Dios con ofrendas, sino acoger con agradecimiento y alegría su amor de Padre que ha sido el primero en amarnos y siempre nos amará. Somos templo de Dios y debemos velar por que la pereza no invada la conciencia. «La incapacidad de reconocer la culpa es la forma más peligrosa imaginable de entorpecimiento espiritual, porque hace a las personas incapaces de mejorar», advertía el venerado Benedicto XVI.