Jesús nos habla hoy de la comunidad. En los dos últimos domingos Jesús nos ha recordado la grandeza de su proyecto, del proyecto que nace de su corazón. Jesús bautizó a la Iglesia como Su Iglesia y le dio unos poderes y garantías que ni las puertas del abismo no podrán romper. Pero Jesús también nos recordó el domingo pasado lo siguiente: «Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará.» (Mt 16, 25). Es decir que si no perdemos nuestra vida, si no aprendemos a negarnos a nosotros mismos no podremos ni sabremos ser seguidores de Jesús. Nosotros como cristianos no deseamos sólo entrar en la familia de la Iglesia para gozar de la gracia que nos asegura Cristo dentro de ella, si no que podemos abrazar a los demás cristianos como nuestros hermanos y sentir con la Iglesia, porqué hemos descubierto a Jesús, sabemos que nos llama a seguirle y a pensar y vivir como Dios, y no como los hombres.

En este domingo Jesús nos habla de la comunidad, de la nueva comunidad que el acabará de constituir en Pentecostés con el don del Espíritu Santo. Jesús habla incluso de la expulsión de la comunidad como una posibilidad en casos concretos. Las indicaciones de Jesús sobre la vida en común nos hablan de la corrección fraterna (todos somos hermanos en Cristo), y de la oración comunitaria o fraterna, aquella que hacemos no individualmente si no en común. La corrección brota de la caridad, de ver al otro como un hermano al que hay que ayudar, no sobre quien hay que aplicar alguna norma; y la oración es el agua que lo ha de empapar todo y en todo momento para mantenernos no sólo cerca de Señor si no cerca unos de otros pues pedimos lo mismo reunidos para dirigirnos juntos a Dios Padre.

Hoy somos testigos de un debilitamiento de la comunidad cristiana, nos encontramos ante un paulatino alejamiento de los cristianos entre sí. Lo podemos percibir en nuestras ya de por si pequeñas comunidades (siguen coleteando en algunos pequeños ídolos como la lengua, la raza, la clase social o la mera comodidad). Nos confesamos cristianos, pero a la vez nos sentimos apegados a nuestro propio ambiente y a nuestras comodidades. En el fondo falta la presencia de Jesús en el centro de nuestras vidas, pues muchas veces anteponemos muchas cosas.

Los cristianos de Irak y de Siria están siendo injustamente perseguidos en estos meses, es más muchos han sido masacrados y vilmente asesinados. Nos alegramos del gran testimonio que nuestros hermanos en la fe están dando con sus vidas y sabemos que contamos con un nuevo batallón de mártires en el cielo como intercesores ante el Señor. Pero a la vez somos conscientes de que si Jesús hoy, en el Evangelio, nos habla de corrección fraterna y de la oración en común, quizás no estamos siendo del todo hermanos de los cristianos de Oriente Medio. Ya sabemos que los medios de comunicación apenas los nombran, y que a nivel local podemos hacer poco pero tenemos la oración, tenemos el testimonio que podamos dar ante los demás. Podemos hacer siempre algo más: ser conscientes de que Jesús está en el centro, en primer lugar («porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» Mt 18, 20) y ser conscientes también de que sólo la Iglesia Católica ha forjado la civilización, fuera de su influjo la dignidad humana va quedando ensombrecida.

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