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Si los domingos pasados Jesús nos hablaba de diferentes maneras y con diversas imágenes sobre nuestra responsabilidad personal ante Dios, hoy nos indica que esta responsabilidad será valorada en el juicio definitivo, cuando todas las naciones y todas las personas comparezcan ante Él. En la solemnidad de Cristo Rey, que cierra el año litúrgico, evocamos y celebramos a Jesucristo como nuestro Rey, el Rey de todo el mundo, un Rey que se nos presenta también como juez universal. En consonancia con ello, la Palabra de Dios nos pone ante la consideración las postrimerías del ser humano: muerte, juicio, infierno y gloria, cuestiones en las que quizás pensamos poco hoy día, pero sobre las cuales es necesario reflexionar, ya que en nuestra vida en la tierra se decide nuestro destino eterno según hayamos vivido. Jesucristo es Rey y al mismo tiempo juez; a la vez se presenta como el criterio de juicio y nos hace ver su autoridad divina: según lo hayamos tratado en los demás, especialmente en los pobres y necesitados, así seremos juzgados por Dios. El juicio del Señor se fundamentará en cómo hayamos vivido el amor.

Si hoy vemos a Jesucristo poderoso y rodeado de gloria, acompañado de todos los ángeles, no podemos olvidar que primero quiso venir a la tierra y compartir la suerte de los pobres: nació en una familia humilde de obreros, que tuvo que emigrar a Egipto durante un tiempo, y que tuvo que trabajar duro para ganarse el sustento diario; eligió como discípulos y apóstoles a personas humildes, y murió despreciado y marginado por su propio pueblo. Éste es nuestro Rey que sufrió la pasión por nosotros y que vendrá en gloria y majestad. Pero ahora, mientras esperamos la consumación del mundo, nuestro Rey está oculto entre los hombres, se hace presente en los necesitados de todo tipo y comparte su situación y sus sufrimientos; por eso, el día del juicio se identificará con ellos.

En ese día habrá muchas sorpresas respecto a quién entrará en la gloria y quién no entrará; sin embargo, nosotros no nos deberíamos sorprender, pues la Palabra de Dios nos ha ido advirtiendo a lo largo de la vida y este fragmento del Evangelio lo hemos escuchado muchas veces; si ese día nos encuentra desprevenidos, entonces es que no hemos sido buenos discípulos del Señor. Esta enseñanza de Jesús es la culminación de lo que ya dijo cuando concluyó el Sermón de la Montaña: «No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial». Nosotros conocemos cuál es la voluntad de nuestro Padre y también sabemos dónde podemos encontrar a Jesucristo.