Jesucristo, Rey del Universo, se nos manifiesta como el alfa y la omega, el principio y el fin de todas las cosas. Todo se ha iniciado en Cristo y todo se recapitulará en él; mientras tanto, va realizándose la historia de la humanidad y también la historia personal de cada uno, como un eslabón de la cadena que avanza hacia el Reino de Dios.
Dice el Apóstol san Pablo:
Es necesario que él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies. (1 Co 15,25)
esta frase denota que Cristo ya reina en la tierra antes de la llegada del día de su manifestación gloriosa. Pedimos en el Padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino». Si contemplamos la vida desde la fe, veremos que Dios cumple esta petición. Es verdad que algunos acontecimientos ocultan y oscurecen la realización del Reino de Dios en la tierra; hechos en los que nosotros mismos contribuimos directa o indirectamente. Corremos el peligro de acostumbrarnos al mal y de acabar conviviendo con él; «¡Qué vamos a hacer!», decimos, «¡la vida es así!». Ahora bien, la pregunta que tendríamos que hacernos no es: «Si Dios es bueno, ¿por qué permite el mal?», sino esta otra: «Si Dios es bueno y ha querido llevarnos al Reino de su luz admirable, ¿por qué los humanos nos entestamos en vivir en las tinieblas?, ¿por qué muchas veces somos agentes del mal en vez de serlo del bien?» Cristo ha vencido a la muerte y al pecado, pero cada ser humano tiene que asociarse personalmente al misterio de su muerte y resurrección y dejarse transformar por el Espíritu Santo; y hasta que eso no se lleve a cabo no desaparecerán el odio y el egoísmo del mundo. Sin embargo, también hay muchas otras circunstancias luminosas que nos permiten entrever la presencia del Reino de Dios entre nosotros, como el rayo de sol que se abre paso entre las rendijas de las nubes.
La fe cristiana nos dice que no tenemos nuestra morada definitiva en la tierra, sino que somos ciudadanos del cielo. Pero, mientras vivimos en este mundo no podemos desentendernos de él, sino que estamos llamados a trabajar por una sociedad más justa y fraterna, una sociedad que sea el reflejo del cielo nuevo y la nueva tierra que Dios nos concederá. El cielo no se compra con dinero o influencias, sino que se va haciendo realidad y se vive a través del amor que se manifiesta en los gestos de la vida cotidiana. Estos gestos son signo de la comunión con Dios y con los hermanos. Solamente gozará del cielo en la vida eterna el que lo viva ya aquí en la tierra, en su corazón, y procure hacer de la vida del prójimo un reflejo de este cielo que estamos llamados a compartir. La vida humana de Cristo pone de manifiesto que Dios es Amor y Verdad sin fin, la razón y el sentido de nuestra vida. Que Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, reine siempre en nosotros.