Es sabido que los sacramentos de la Iglesia, instituidos por Jesucristo, son actos, signos y celebraciones de fe que nos comunican la gracia divina. Pues bien, los humanos, cristianos incluidos, tenemos la triste facultad de banalizar y convertir lo más sagrado en actos sociales en los que ponemos el acento en lo superficial y mundano en vez de ver la presencia de Dios y su relación con nuestra vida.

Muy a menudo vivimos en la incoherencia entre lo que decimos creer y lo que celebramos. No podemos ocultar la actitud y la postura incoherentes que vemos en las celebraciones de bautizos y primeras comuniones. No obstante, para no alargarnos, reflexionaremos sobre el Bautismo. Bautismo es el más importante y necesario de todos los sacramentos y, sin embargo, es el que se celebra con menos preparación y garantías, tanto por parte de los ministros de la Iglesia como por parte de padres y padrinos. ¡Qué lejos están los primeros siglos, cuando los candidatos a ser cristianos tenían que pasar por un catecumenado de dos o tres años! Era una época en la que el Bautismo era signo de conversión personal al Evangelio y el inicio de un discipulado consciente en seguir a Jesucristo en el seno de la Iglesia. Quizás no tocaría ahora ser demasiado rigoristas en la petición y admisión de este sacramento, pero sí convendría tener una conciencia clara y colectiva de que, según la seriedad con la que se celebren y administren los bautizos de los niños nos jugamos el futuro de la Iglesia, de la familia y de la sociedad.

Es muy importante el primer encuentro de los padres con los pastores de la parroquia. A los padres les corresponde la responsabilidad de bautizar a sus hijos, y como consecuencia de ello, está la aceptación de esta responsabilidad y de educarlos en la fe cristiana. Y al pastor de la parroquia le corresponde aceptar la petición de los padres, orientándola siguiendo las disposiciones de la Iglesia. La acogida ha de ser cordial y debe mostrar un gran interés por la familia del bebé. Las situaciones conflictivas (madres solteras, padres no casados, padres separados, divorciados, ateos prácticos y sin un mínimo de fe, etc.) no se pueden despachar de cualquier manera. ¿Sería mucho pedir que vinieran ambos padres a formular esta petición tan importante para todos?

Podemos decir algo parecido sobre las exigencias canónicas -tendríamos que repasar los cánones que hacen referencia al Bautismo- de quienes piden ser padrinos, de la preparación conveniente de padres y padrinos, de todo lo que comporta la celebración de este sacramento, que incorpora al niño o niña en la comunidad eclesial. A veces pecamos todos de tener la manga demasiado ancha. También hay notorias incoherencias en aquellos padres que, considerándose cristianos, difieren el bautismo de sus hijos hasta que sean ellos -ya mayores- quienes pidan libremente ser bautizados. ¿Por qué no actúan así en todos los ámbitos de la vida de sus hijos menores como el vestido, la comida, la educación, etc., esperando que ellos decidan? Y, ¿Qué decir de aquellos padres que que piden el Bautismo para sus hijos mientras ellos viven una situación irregular sin haberse casado? ¿O la de aquellos padrinos que piden serlo pero viven al margen de la comunidad cristiana o en oposición a ella? No podemos negar a nadie el amor de Dios, pero sí debemos mostrar la necesidad de seguir lo que nos dice Jesús: «Convertíos y creed en el Evangelio». A la vez también debemos confiar en la acción del Espíritu Santo, ya que, si lo dejamos actuar en los sacramentos que celebramos, puede transformar la vida de las personas. Quizás, en la tarea pastoral en vez de decir «No» es mejor decir «Sí, pero…»

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