La “Iglesia post-pandemia”, o “post-coranavirus”, no existe, porque seguimos en la pandemia ocasionada por el Covid-19. No estamos en el “después”, sino en el “todavía”. A lo sumo podemos hablar de un “post-confinamiento”, tras los meses de marzo y abril en los que las posibilidades de salir de casa, de reunirse, y hasta de participar en los actos de culto han sido muy limitadas. En el caso de la participación en los actos de culto, casi totalmente limitadas en la práctica, aunque en las celebraciones que retransmitíamos desde la parroquia hubiera una participación presencial mínima de personas.
Antes de que todo esto sucediera, muchas personas ya no participaban en la vida de la Iglesia; como mucho venían en momentos puntuales como bautizos, comuniones, bodas y funerales, y más desde una vertiente social que religiosa. Por eso, ahora tampoco encontramos extraño que no vengan. Lo que sí me hace encender la alarma es ver cómo algunas personas que antes participaban asiduamente en las celebraciones litúrgicas ahora, que tienen la posibilidad de volverlo a hacer, hayan dejado de venir; al menos no las vemos desde hace semanas y sabemos que no han enfermado ni han fallecido, ¿será fruto de una deserción o de una apostasía discreta y silenciosa? Algunas de estas personas incluso pedían insistentemente que, durante el confinamiento, volviéramos a las celebraciones públicas, aunque nuestra iglesia de Sant Pere nunca estuvo cerrada: un servidor celebró Misa cada día y ofreció el canto de Laudes y Vísperas y el rezo del Rosario también diariamente, actos que hacía con las puertas abiertas, o al menos entornadas, para quien pudiera y quisiera entrar, y que además retransmitía por Facebook para mantener todo lo que se pudiera un calor de comunidad. Sé que muchos os habéis unido a diario a las celebraciones on line y que incluso la prensa local se hizo eco de ello.
Ahora, aún con las dificultades que seguimos teniendo, es el momento en que la práctica y manifestación de nuestra fe se convierta en un testimonio vivo y no que se queden en meras prácticas socio-religiosas que se olvidan o se dejan con facilidad. Se trata de que nuestra fe sea real e incida en nuestras vidas y que nos comprometa en la totalidad de nuestro ser: creencias, comportamientos, plegarias y práctica ritual. Nosotros hemos tenido dificultades causadas por una pandemia, pero no hemos sufrido persecución a causa de nuestra fe; nadie nos ha detenido ni encarcelado por creer en Cristo. La privación temporal de la asistencia al culto público sufrida por la mayoría de los cristianos, es decir, por la mayoría de vosotros, debería incrementar el deseo de la participación en los sacramentos, ya que en ellos Dios nos sale al encuentro, ilumina y alimenta nuestras vidas. Las pandemias y los confinamientos, sean del tipo que sean –ya que para muchos cristianos casi siempre es “pandemia”– , deben convertirse, con la ayuda de Dios, en motivo para fortalecer la propia fe y para ayudar a fortalecer la fe de otros. Si tenemos confianza, si contemplamos “la victoria del Cordero” sobre las persecuciones y las apostasías, resistiremos mejor las dificultades. La fe real, concreta, sacramental, existencial, testimonial… nos hará testigos coherentes de lo que creemos y, por ello, hombres y mujeres esperanzados en el Señor, sin que el oleaje de un par de meses nos perturbe en exceso. Éramos pocos antes, pero no seremos menos ahora. No, desde luego, por las consecuencias del confinamiento.