Al oír la advertencia severa y contundente de Jesús sobre aquellos que son causa de escándalo y ultrajan a los más pequeños y vulnerables me siento triste y avergonzado con la herida que causa en la Iglesia el conocimiento de tantos actos de pederastia que fueron cometidos por sacerdotes durante años en todo el mundo. Es un problema que no se supo afrontar desde un principio y que, con el correr del tiempo, nos ha acabado estallando en las manos. Es un hecho que ha causado grandes sufrimientos a víctimas inocentes y nos ha humillado y herido a la mayoría de los sacerdotes, que siempre hemos querido vivir íntegramente, con fidelidad e ilusión nuestra entrega a Jesucristo en un servicio a la Iglesia y a la sociedad. Es muy duro hoy día, por el solo hecho de ser cura, ser objeto de sospechas y verse señalado.
Es verdad que la pederastia afecta a un número ínfimo de eclesiásticos y religiosos y que, en comparación con otros colectivos, éstos estén más afectados que la Iglesia; pero que un ministro de Dios pueda incurrir en una conducta tan nefasta amplifica el pecado y sus consecuencias. Es como ver en un vestido blanco fulgurante una pequeña mancha negra; el contraste es tan brutal que la vista se concentrará en el punto negro y será incapaz de ver la hermosura y luminosidad de la mayor parte de la ropa. De la Iglesia se espera que sea siempre un sitio seguro para los niños, los adolescentes y los jóvenes, donde los pequeños puedan vivir su inocencia y los mayores, si algún día la perdieron, la puedan recuperar nuevamente; un lugar donde crecer según unos criterios morales que tenemos que aprender e interiorizar y que deben iluminar y dar sentido a nuestra vida; un ámbito que ponga de manifiesto el amor y el respeto a Dios y al prójimo. Es tiempo de reconocer nuestros pecados como hacía el profeta Isaías en nombre del pueblo de Israel: «Todos nosotros somos como un hombre impuro y todas nuestras buenas obras como un trapo sucio; todos hemos caído como hojas marchitas y nuestros crímenes nos arrastran como el viento» (Is 64,6), y es tiempo de poner remedio con la gracia de Dios. Es necesario orar, ayunar y observar una conducta coherente con lo que Jesucristo nos enseña en el Evangelio.
Por otro lado, quisiera fijarme también en algo que me preocupa enormemente, y es el enfriamiento religioso que se produce muy pronto en nuestros niños y adolescentes. Hace unos años, las crisis de fe se producían en una juventud adulta, pero hoy asistimos a un abandono temprano –y prácticamente masivo– de la fe, a menudo por motivos banales. Sin lugar a dudas, el crimen de la pederastia ha tenido también en ello una notable influencia. Es preciso que hoy nos preguntemos: ¿en qué ambiente crecen nuestros chicos? ¿Qué valores les estamos transmitiendo? ¿Qué hacemos para educarlos cristianamente? ¿De qué modo influye en ellos lo que ven por televisión, claro exponente de la ola de frivolidad que afecta a nuestra sociedad de manera continua y que suele presentarnos como modelos de vida a individuos superficiales y vacíos? ¿Cómo podemos filtrar lo que les llega a través de internet? Ante las influencias de una manera de ser superficial y materialista que se va imponiendo en nuestra cultura, y ante todo tipo de ataques que a todos nos afectan, los niños y adolescentes son los miembros más débiles de la sociedad, y sin embargo están expuestos a un gran número de impactos negativos en una edad en que su personalidad y su conciencia están formándose todavía. ¿Qué futuro nos espera, pues? La respuesta está en la fe vivida, en el compromiso con Jesucristo y en el trabajo constante para remover todo cuanto sea motivo de escándalo, teniendo bien presente lo que nos ha dicho el Salvador.