Cuentan la historia de un mendigo al que habían dado un saquito de trigo. Iba pensando que aquella noche amasaría una torta para cenar, cuando de pronto vio aparecer y detenerse ante sí la carroza del rey. Las esperanzas de aquel pobre hombre volaron hasta el cielo. Pensó que sus malos días habían acabado, pero casi se le paró el corazón cuando el rey se inclinó a su lado y, sonriendo, le tendió su mano: «¿Puedes darme alguna cosa?» «¡Ah, qué ocurrencia la de su majestad! ¡Pedirle a un mendigo!», pensó nuestro pobre hombre. Un poco confundido, abrió el saquito de trigo y le dio un grano. Lleno de perplejidad por aquella inusual petición regresó a su choza y ¡cuál fue su sorpresa cuando, al vaciar el saquito, encontró un grano de oro entre los demás granos! «¡Ah! «se lamentaba el mendigo» ¡Qué dolor por no haber tenido corazón para darle todo el trigo!»

Alguna vez hemos oído que «hay más felicidad en dar que en recibir». Esta frase sólo puede decirla de corazón la persona generosa. La generosidad es la virtud por la que salimos de nosotros mismos y nos damos a los demás buscando su bien y poniendo a su servicio lo mejor de nosotros mismos, tanto bienes materiales como cualidades y talentos. Nos puede parecer paradójico que quien más se da, es más feliz. Lo que tendemos a pensar es que la felicidad depende sólo del cuidado que tenemos de nosotros mismos y del cuidado que todos deberían tener por nosotros, pero no es así; experimentamos que optar por una vida de generosidad brinda mayor felicidad y realización personal.

La persona humana es esencialmente un ser de relación y de alteridad. La persona humana no existe si no es para los demás, no se conoce si no es a través de los otros, no se encuentra si no es en el prójimo. La generosidad es la virtud de las almas grandes, almas que poseen esa apertura de corazón que sabe amar, donde la única gratificación es dar y ayudar. Con esta actitud se llega a estar plenamente satisfecho pues «es mejor dar que recibir» (Hechos 20,25). La capacidad de amor y donación aumenta mientras más se ejercita, pues siempre hay algo más que se puede hacer por los demás.

Ahora bien, el cristiano no sólo vive la generosidad y el amor como un medio de realización y felicidad personal, la vive porque ve en el prójimo el rostro de Cristo. Esta será la materia de nuestro «examen final» ante el Señor (Mt 25, 34-40). Dios mismo es el máximo ejemplo de generosidad, ya que no dudó en entregar a su propio Hijo para la salvación de la humanidad. Decía Tagore: «Dormía y soñaba que la vida era alegría. Desperté y vi que la vida era servicio. Y al servir comprobé que el servicio era alegría». Dios quiera que al final de nuestra jornada, cada vez que examinemos nuestra conciencia encontremos infinitos granos de trigo convertidos en oro.