Nos encontramos ya en el segundo domingo de Cuaresma. En el primer domingo de Cuaresma fuimos conducidos por Jesús al desierto, fuimos conducidos por él hasta lo más hondo de nuestro ser, hasta ese lugar en el que podemos palpar nuestra alma, de alguna manera somos transportados hasta lo oculto, lo secreto, lo que nos pasa desapercibido: nuestra relación con el que nos ha dado la vida, Dios. Y pudimos ver como en las tentaciones del desierto, Jesús y el Diablo se enfrentan el uno al otro con la Sagrada Escritura como arma. Sí, el demonio también cita la Escritura para tentar al mismo Jesús:

Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. (Salmo 90)

cuando el demonio invita a Jesús a saltar al vacío. Vemos aquí, por lo tanto, un conflicto, un nudo, un cruce de caminos en el que nosotros como cristianos tenemos que responder. En el desierto de nuestro corazón nos encontramos con el Maligno que quiere oscurecer nuestros criterios para prescindir de Jesús y de su salvación, y también nos encontramos con el mismo Cristo, que sencillo y casi impasible lleva a cumplimiento las promesas de Dios de un modo nuevo y del todo auténtico:

no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. (Mt 4, 3-4).

Necesitamos, por lo tanto, escuchar la Palabra de Dios, descubrir con Jesús, que ésta nos alimenta, y ser guiados así por el Maestro hasta la presencia del Padre, a donde él se dirige caminando hacia Jerusalén, hacia el Calvario.

En este segundo domingo de Cuaresma, siguiendo el camino que nos propone Jesús, llegamos con él hasta el monte Tabor, la montaña de la Transfiguración de Jesús. Se trata de un acontecimiento profundo, de algo misterioso que de hecho sólo comprendemos a la luz de la resurrección:

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.». (Mt 17, 9).

Recogiendo la invitación de Jesús en el desierto de dedicarnos a escuchar en nuestro interior la voz de Dios que nos llama y que nos quiere descubrir nuestros propios engaños y flaquezas, nos podemos fijar tanto en los personajes de Moisés y de Elías, que aparecen junto a Jesús en el Tabor, como en la nube luminosa que irrumpe en la escena y desde la que se oye la voz del Padre:

éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo. (Mt 17, 7).

El Padre da testimonio a favor de su Hijo amado pidiéndonos que le escuchemos de nuevo, que aprendamos a oír su voz, a seguirle realmente. Vemos también que Moisés y Elías habían hablado de Jesús en el pasado, vemos que la Ley, representada por Moisés, y los profetas, representados por Elías, están en todo de acuerdo en este desenlace fatal y liberador a la vez: el desenlace de la muerte de Jesús en la cruz, el final de sus pasos en la tierra marcados por la crueldad de la Pasión. Dios nos llama a seguir escuchando a quien es la verdadera Ley, su Palabra eterna, Jesús, y nos pone en guardia, pues nos disponemos, en los siguientes domingos, a adentrarnos en lo más profundo y oscuro del amor de Dios: sólo una fe fortalecida en la oración y en la escucha de la Palabra nos sostendrá en el camino. Vayamos tras Cristo, nuestra vida y nuestra luz en esta vida nuestra tan oscura, tan dudosa y mediocre a veces.

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