En el evangelio de este tercer domingo de adviento, el domingo de la alegría, encontramos a Juan el Bautista ya en la cárcel. Es también desde la cárcel la voz que grita en el desierto, es el dedo que señala al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Como el mismo Juan dice, él es la voz, pero no la palabra; él es el instrumento de la Palabra: las ondas que transmiten por el aire la Palabra que es así sembrada en cada corazón. Juan es un profeta, el último de los profetas, el puente entre el Antiguo i el Nuevo Testamento.

Todos los cristianos, desde nuestro bautismo somos sacerdotes, profetas y reyes. El profetismo que hemos recibido en el bautismo nos asemeja a Cristo profeta y nos sitúa en la línea de los profetas del Antiguo Testamento y de los apóstoles. El profeta es el que lleva en sus entrañas la Palabra de Dios, es aquel que usa su voz como instrumento de la Palabra que ineludiblemente lleva en sí y ha de proclamar, obtenga por ello alabanza o rechazo y persecución. Así que como bautizados estamos llamados a ser impregnados por la Palabra de Dios, a quedar inundados por ella, hasta el punto de que ésta forme no sólo nuestro pensamiento y criterios, sino nuestras propias expresiones y palabras. Por ejemplo, la Palabra de Dios dice:

Sin esperanza y sin Dios. (Ef. 2, 12)

Sin Dios en nuestras vidas no hay esperanza ni futuro, ¿pero le puedo decir a mi vecino que sí para no incomodarle?

Los cristianos que hoy formamos la Iglesia militante (la Iglesia que peregrina en el presente de nuestro mundo), somos también profetas como lo fue Juan el Bautista. Se puede hoy percibir una terrible persecución contra los cristianos del mundo entero, algo ya tan extenso que podríamos calificarlo de persecución a gran escala. Los cristianos en oriente medio son perseguidos y en algunos casos como en Siria, parecen ser objeto de un plan de exterminio, o de exilio en el mejor de los casos, para hacerlos desaparecer de los pueblos, de las instituciones y de la vida pública (algo parecido ocurre en Iraq). Y todo ello realizado con el aparente visto bueno de las potencias occidentales de raíces cristianas; parece que nadie se atreve ya a defender a los cristianos pública y explícitamente. Pero además esta persecución se hace visible en muchos otros países y en muchas otras realidades: los cristianos son molestos en muchos ámbitos por ser precisamente profetas y testigos de la luz que irradia Dios en nuestras vidas y que nos hace reconocer nuestra dignidad; por el hecho de ser voz de la Palabra eterna que ha creado el mundo y que es la Verdad que lo ilumina todo. En definitiva, los católicos sobran, es mejor que permanezcan callados, que no se entrometan en los asuntos sociales, económicos o morales. Todo esto no es sino un cumplimiento de las palabras de Cristo:

Si a mi me han perseguido, también a vosotros os perseguirán. Jn. 15,20)

Pero al mismo tiempo todo lo anterior comporta una gran alegría, una auténtica alegría:

Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca. (Flp. 4,4)

Se trata de la alegría que trae el Señor, pues él está ya cerca. De la alegría de sufrir con gozo y con esperanza, porque el mismo Dios se encarna, el mismo Maestro ha sido perseguido y rechazado, ha santificado el trabajo, y nosotros estamos alegres de recibirle en nuestras almas, de ser salvados, de ser transformados para el amor; el amor que nace en Dios y que nos permite velar, sufrir, orar y caminar en Cristo, y así es como amamos, así es como vivimos.

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