Mis tíos tienen en su casa un reloj de pared que no es muy viejo, pero tiene una apariencia noble y casi venerable. Este reloj data de principios del siglo XX, con su péndulo y un par de pesos y, ¿cómo no?, dispone de un hermoso carrillón interno que da las horas y las medias horas. Durante el pasado verano, a consecuencia de las fuertes corrientes de aire que circulan dentro de la casa que se abatieron directamente sobre el reloj, el mecanismo dejó de funcionar. Pensamos que nunca más funcionaría, porque ya era viejo; ahora lo veíamos, colocado en la pared, como un elemento decorativo, bonito si quieres pero inútil para su misión.
Hace poco, mi tío tuvo una intuición:
¿Y si intentamos ponerlo en marcha para que funcione?
Levantó los pesos, hizo gravitar el péndulo, giró las manecillas hasta ponerlo en hora, escuchando las repetidas campanadas que prácticamente ya habíamos olvidado, y ¡oh maravilla!, todo iba bien como el primer día.
Después, reflexionando, pensé que algo parecido sucede con nuestra Iglesia: posee el mecanismo esencial para funcionar, que no es otro que el que Cristo instituyó al fundar su Iglesia. Tiene la Palabra de Dios y los sacramentos, la doctrina, el orden de las primacías, el tesoro de la liturgia, la santidad de tantos miembros que, a lo largo de su historia y también en la actualidad han ennoblecido sus filas. Sólo le faltan dos cosas: recuperar la conciencia de sí misma y recuperar la postura evangelizadora ante el mundo. En la historia de la Iglesia ha habido muchos momentos de dejadez, de decadencia y de colapso: la Iglesia pierde la conciencia de sí misma y el tono de su postura ante el mundo; pero, de repente, cuando ya se daba todo por perdido, entonces la Iglesia, reanimada por la fuerza del Espíritu, recupera su conciencia de ser el Cuerpo Místico de Cristo y su carácter misionero y se da cuenta de que ya lo tenía todo en su interior, que no era necesario ir a buscar fuera, que posee la plenitud de los medios con los que Cristo le ha garantizado el éxito de su misión.
Los cristianos tenemos lo mejor que se puede ofrecer al mundo: Jesucristo y el don de la Fe en él, que cambia la faz del Universo a medida que cambia el corazón de cada ser humano. él está con nosotros, pero aún no le hemos acabado de conocer. Por eso hemos convertido la Iglesia en un adorno o en un museo, como dijera el beato Juan XXIII con gran acierto. A menudo nos falta la capacidad y el deseo de amarla y servirla con ánimo filial, con el mismo amor y la misma voluntad de servicio con los que hemos de servir a Cristo.
Pero todo está dentro: basta con un acto de voluntad, un primer gesto de libertad para poner en marcha el mecanismo. Como el péndulo del reloj que recibe el primer impulso y vuelve a funcionar. Abrámonos, pues, a la acción del Espíritu Santo en nosotros y seamos hijos fieles de la Iglesia.