Al entrar en la iglesia me gusta mirar la imagen de María Inmaculada. La escultura que representa a la Santísima Virgen pisando la serpiente enemiga de la humanidad está en la mayoría de nuestros temples. En la capilla del Seminario de Barcelona, donde nos hemos formado tantos sacerdotes, la imagen de la Inmaculada Concepción ocupa el centro del ábside del altar mayor. Así dice la leyenda que flanquea la sagrada imagen:
Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est in te (Eres plenamente bella María, y en ti no hay mancha de pecado original).
La Inmaculada Virgen María es la patrona de Europa, que ha tomado como símbolo la bandera de las doce estrellas en forma de corona sobre fondo azul, de acuerdo con la visión de Ap. 12, 1.
Eres plenamente bella María, y en ti no hay mancha de pecado original. En virtud de la elección divina, que hizo de María la madre del Verbo de Dios hecho hombre, la Santísima Virgen fue preservada de la mancha original. No se trata tanto de un privilegio que sustrajera a María de la condición humana como de una anticipación de la obra salvadora de Jesucristo, que en María se convirtió en prevención. María fue redimida del pecado original porque fue liberada anticipadamente de él en previsión de los méritos de su Hijo, para que fuera así una digna morada de Dios, que se dignó a a asumir nuestra naturaleza mortal para realizar la obra de la redención.
Eres plenamente bella María, y en ti no hay mancha de pecado original. Al venir a este mundo, nacemos condicionados por el peso del mal y del pecado que aquí gravitan; así se expresa en el salmo 51, un hermoso canto penitencial: «Tú sabes que en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (v. 7). Pero
tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca nadie de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. (Jn. 3, 16).
En el Bautismo se nos limpia de pecado y somos incorporados a Cristo resucitado; por eso el Bautismo es el nuevo nacimiento a la vida de la gracia, nuestra «concepción inmaculada» personal como hijos de Dios, regenerados y santificados por Cristo. El don que recibió María en su concepción lo recibimos nosotros en el Bautismo, y así podemos vivir una vida nueva, marcada por la pureza y la santidad, tal como dice el Apóstol a los corintios:
Ha sido inmolado Cristo, nuestro cordero pascual. Por eso celebramos Pascua viviendo no con la levadura vieja de la maldad y perversidad, sino con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad. (1 Co 5,7-8).
María Inmaculada es estímulo y ejemplo para todo cristiano, nadie como ella vivió jamás más intensamente la felicitación a los puros de corazón:
Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios (Mt.5,8)
así debemos ser los cristianos, viviendo en la esperanza de la llegada del Señor, a quien deseamos ver cara a cara.