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Celebramos hoy el Día del Seminario. La Iglesia nos pide recordar a los seminaristas y a orar por las vocaciones sacerdotales. De hecho, esta es la única intención por la que el Señor nos pidió orar de manera explícita: «Pedid al amo de la mies que envíe más segadores» (Mt 9,38). Evidentemente, no quiero decir con esto, ni mucho menos, que no tengamos que orar también por muchas otras intenciones que manifiestan las necesidades de la Iglesia y del mundo.

Pedimos a Dios y esperamos que surjan de nuestra comunidad vocaciones al sacerdocio y que podamos también acompañar a otros jóvenes en el camino del ministerio sacerdotal. El Espíritu sopla donde quiere y a veces llama a quien menos esperas. Tenemos ilusión y ganas por despertar vocaciones y formar sacerdotes. Pero, ¿qué esperamos de ellos? Aquí tenemos que clarificar muchas expectativas para no caer en errores que desviarían la auténtica vocación. Con mucha frecuencia, y sobre todo en la época que ha venido después del Concilio Vaticano II, esperamos de los sacerdotes muchas cosas sobreañadidas, pero que no pertenecen a su esencia, a su misión, ni a su carácter sacerdotal. En muchos lugares se ha pasado de aquella reverencia que antes se manifestaba ante el presbítero a considerar que en la comunidad todos somos iguales y el cura es uno más del grupo. El presbítero ha quedado desprovisto de su carácter sacerdotal y se ha convertido en un animador de la comunidad; ya no es quien preside in persona Christi los santos misterios con sus manos ungidas con el óleo del santo crisma, y ha pasado a convertirse en un animador litúrgico en medio de una liturgia que ha terminado por perder su carácter sagrado y se ha convertido en una especie de festival. Por lo menos, esta es la visión, algo triste, que ofrecen hoy día un buen número de sacerdotes y de comunidades cristianas.

Desprovisto de lo que le caracteriza como sacerdote, su configuración a Cristo, Cabeza de la Iglesia que da vida al Cuerpo, el presbítero ha pasado a convertirse en un gestor, en un directivo, en un showman, en un animador, en un líder social o en una especie de hechicero de la tribu que realiza ceremonias y ritos para sacralizar los momentos importantes de la vida, y todas estas funciones son las que se le acostumbra a pedir. Pero son pocos los que le piden aquello que se deriva de lo que él es realmente y que brilla en su ministerio, aquello que nadie más puede darnos: ser puente entre el cielo y la tierra, hacer presente a Jesucristo en la Iglesia, presentar a Dios las oraciones de la Iglesia y las necesidades del género humano y hacer descender sobre la Iglesia y la humanidad la bendición de Dios, presidir en representación de Cristo el misterio y sacrificio eucarístico y los demás sacramentos, reconciliar al hombre con Dios en la penitencia, ser un hombre de oración y de consejo, ser un hombre de Dios, en definitiva.

Todo esto es lo que tenemos que esperar de los sacerdotes y lo que tenemos que pedirles, al mismo tiempo que les damos también nuestro apoyo y les acompañamos con la oración.