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Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos. En Él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, conforme a la riqueza de la gracia que en su sabiduría y prudencia ha derrochado sobre nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad: el plan que había proyectado realizar por Cristo, en la plenitud de los tiempos» (Efesios 1,3-5.7-10a).

Al empezar un nuevo año, damos gracias a Dios por el tiempo que nos concede y en el que nos muestra su bondad y misericordia. La bondad del Señor llena la tierra, y Cristo ha venido al mundo para restablecer la unidad del género humano y reconciliarnos con Dios. En la reconciliación mutua entre los hermanos encontraremos el sentido profundo de la unidad que muchas veces rompemos y que es necesario reconstruir. El año que empezamos constituye una oportunidad nueva que el Señor nos ofrece, la invitación renovada a vivir unidos a Cristo y a trabajar por la unidad en nuestras familias, en la Iglesia y en la sociedad.

En la actualidad se habla mucho de crisis de fe, del “invierno de la fe” en Occidente. Podemos decir que hay crisis de fe porque en realidad hay crisis de vida, porque en nuestra sociedad la vida humana no está suficientemente basada en Dios. Ante el año que acabamos de iniciar es preciso ver el tiempo no como algo efímero, huidizo y que se nos escapa de las manos, sino como una ruta que avanza y conduce nuestra vida hacia el encuentro con el Señor. Podemos vivir ya en nuestro tiempo la realidad del gozo del encuentro con el Padre que nos ama: Dios está con nosotros; Él es el Enmanuel. Y su presencia amorosa nos purifica del pecado y del mal con el fuego de su amor. El amor de Dios, manifestado en Jesucristo por el Espíritu Santo, nos hace vivir en la fe y la esperanza. Por una parte, reconocemos en nosotros todo lo que hay de miseria y de mal, de pecado y de infidelidad; aunque avancemos por el camino del Evangelio, nos damos cuenta también de que muchas veces retrocedemos. Pero Cristo nos invita a poner nuestra mirada en Él y no en nosotros, a contemplar más su rostro y menos nuestra debilidad y el mar embravecido que nos rodea y trata de hundirnos en sus aguas. En la medida en que correspondamos al amor inmenso que Dios nos manifiesta, nuestra existencia terrenal se verá transformada y así experimentaremos la alegría y la paz que Dios nos promete al abrirnos un nuevo año como tiempo de misericordia y de paz, de
amor y de plenitud.