bautismo-del-senor

Estamos ante una nueva manifestación de Jesús, que ha recibido la tarea de traer el amor de Dios al mundo. En su bautismo, ya adulto, se encuentra con Juan, un hecho muy importante que nos cuentan todos los evangelistas. Dios presenta a su Hijo Amado, habilitado para ponerse al servicio de la humanidad, marcando sus diferencias con Juan, pues ni va al desierto solitario, ni sigue su movimiento, ni vuelve a sus trabajos, sino que su vida mesiánica va a discurrir por otros caminos manifestativos más explícitos y difíciles: va a priorizar el anuncio del Evangelio, de un Dios que quiere a todos y además felices, en el mundo desierto de valores.

El paso por el Jordán para el pueblo de Israel significó dejar el desierto para entrar en el valle, el paso de la aridez a la fertilidad; del hambre a la abundancia; de la extranjería a ser pueblo, de la esclavitud a la libertad. Estar a un lado o a otro del río era ser una persona u otra, disfrutar de una u otra realidad, ser o no comunidad, conocer o no a Dios.

El rito del agua de Juan no va a ser lo más decisivo para Jesús, lo que le va a marcar para toda la vida es el Espíritu de Dios, su experiencia de un Dios Padre Bueno, del que se siente Hijo sin poder dejar de traslucir tanto amor como su Padre le ha manifestado. El Espíritu de Dios es el aliento que crea, recrea y sostiene la vida; es la fuerza que transforma a los vivientes; fuerza amorosa que genera lo mejor para sus hijos e hijas. Por eso va a pasar por el mundo haciendo el bien: curando la vida, las formas de vivir y pensar; bendiciendo, ofreciendo, regalando, construyendo y no juzgando ni condenando; liberando de todo aquello que esclaviza y deshumaniza.