Aquel día, el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. (Is 25, 6-7).

Con estas palabras del profeta Isaías quiere el Señor iluminarnos este domingo. Isaías nos habla de un monte, de un lugar concreto, lugar en el que el Señor de los ejércitos preparará algo grande y bueno para todos los pueblos, algo beneficioso para el hombre afectado por el velo del pecado y de la ignorancia. El salmista, que cree en las promesas que el Señor proclama a través de los profetas, como Isaías dice:

Habitaré en la casa del Señor por años sin término (Salmo 22).

El Señor un domingo más nos invita a su tienda, a su morada, nos quiere hacer entrar en ese lugar en el que se encuentra con nosotros y se inclina para servirnos, como el mismo Jesús nos promete en el Evangelio:

¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlo. (Lc 12, 37).

Pero, cuál es este monte, cuál es el lugar del banquete que nos prepara Dios a los hombres. El sábado pasado celebrábamos la fiesta de san Francisco de Asís, él vivía rodeado de comodidades y de riquezas, pues su padre era comerciante de telas, pero todo aquello no le satisfacía, le dejaba una cierta indiferencia. Cuando Francisco respondió a las primeras llamadas del Señor se despojó de todo y quiso tener como posesión sólo al buen Dios. Más tarde en una visión Jesús le dijo a Francisco delante de una pequeña ermita en ruinas unas palabras; nos lo explica muy bien Benedicto XVI:

Cristo en la cruz tomó vida en tres ocasiones y le dijo: «Ve, Francisco, y repara mi Iglesia en ruinas». Este simple acontecimiento de escuchar la Palabra del Señor en la iglesia de san Damián esconde un simbolismo profundo. En su sentido inmediato san Francisco es llamado a reparar esta iglesita, pero el estado ruinoso de este edificio es símbolo de la situación dramática e inquietante de la Iglesia en aquel tiempo, con una fe superficial que no conforma y no transforma la vida, con un clero poco celoso, con el enfriamiento del amor; una destrucción interior de la Iglesia que conlleva también una descomposición de la unidad, con el nacimiento de movimientos heréticos. Sin embargo, en el centro de esta Iglesia en ruinas está el Crucifijo y habla: llama a la renovación, llama a Francisco a un trabajo manual para reparar concretamente la iglesita de san Damián, símbolo de la llamada más profunda a renovar la Iglesia de Cristo, con su radicalidad de fe y con su entusiasmo de amor a Cristo. (Audiencia General, 27-1-2010).

Podríamos entonces decir, sin agotar el pasaje de Isaías, que el monte del que habla el profeta es la Iglesia de Cristo, su rebaño, y el banquete, que también se nos describe en la primera lectura, es la santidad, es la radicalidad en el seguimiento de Cristo. Sin la santidad, puro don de Dios, no podemos caminar ligeros hacia ese encuentro con Cristo en su templo, en su ermita, que está en ruinas. Y al mismo tiempo el monte o la ermita del Señor es un lugar geográfico y figurado al que necesitamos acudir todos con las manos abiertas para colaborar, para trabajar y santificarnos. El Señor Jesús se agachará y nos limpiará los pies, ¿por qué no hacemos nosotros lo mismo con nuestros hermanos, con tantas almas que son hoy como ovejas sin pastor?

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