En este domingo IV de Adviento sentimos ya muy cercana la gran fiesta de la Navidad. La Palabra de Dios de este domingo nos habla de la paz que trae el Mesías, y nos muestra la alegría de María y de Isabel.

Leemos en el profeta Miqueas que el mismo Mesías será nuestra paz, pues él se hará fuerte según la fuerza y la gloria del Señor Dios (cf. Mi 5, 3-4). El mismo Jesús es nuestra paz, sólo en él se cumplen los designios de paz de Dios, y los anhelos más profundos del hombre (la paz de Cristo en el reino de Cristo, papa Pío XI). Así que vemos como la paz que Dios conquista y nos regala no se consigue por el poder ni por los pactos, sino que se impone en los corazones por la fuerza y la gloria del Señor. Es decir, que sólo en el encuentro humilde con Jesús en el pesebre (y en la cruz) podremos hacernos fuertes, crecer y cambiar, caminar y conocer a Dios. Jesús nos está atrayendo a ese encuentro místico y decisivo, pues el Adviento supone para la Iglesia como los susurros de Cristo que nos apremia a la oración y al gozo de hablar con el amado. Queremos preservar en estos días el silencio interior que hemos aprendido en este tiempo, y lograr así el ansiado abrazo con el Salvador en el humilde portal. El misterio se nos muestra, abierto de par en par, pero a la vez las palabras de Dios se vuelven mudas y el niño a penas llora. Busquemos la paz que se nos promete desde Belén, desde el rincón de nuestra existencia, y así seremos confortaos y fortalecidos por la victoria desde la cruz del Señor.

Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que hemos conocido por el anuncio del ángel la encarnación de tu Hijo, para que lleguemos, por su pasión y su cruz, a la gloria de la resurrección. (Oración colecta de este domingo).

Hemos conocido el misterio por María y por el Ángel Gabriel, así que estamos llamados a recibir de Jesús la misericordia y la paz que el mundo no puede lograr por su cruz y resurrección.

Leemos en el evangelio:

En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. (Lc 1, 40-45).

La alegría de María y de Isabel parece contagiosa, parece espontánea y verdadera. Nosotros nos disponemos para recibir ese don, el de la alegría al poder encontrarnos no sólo con el Mesías, sino con aquella que ha creído, que es dichosa toda ella. María proclama la grandeza del Señor, y en el silencio de Belén escuchamos las palabras de Dios por sus labios. En ella habita la verdadera alegría de quien se ha descubierto pobre, de quien ha sabido reconocer con humildad las maravillas que Dios hace en los corazones. María sale de su comodidad y va en busca de su pariente necesitada; en el servicio a los pobres encuentra ella como un nuevo templo, un lugar santo en el que se ve mirada por Dios y eso llena el universo. Nosotros queremos humillarnos para exaltar a Dios y descubrir de nuevo la verdad revelada por Cristo: hay más alegría en dar que en recibir.

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