¿Qué sucedería si en un edificio público pusieran una estatua, un busto o un cuadro del dios griego Zeus que hubiese costado unos treinta mil euros? Seguramente no pasaría nada. ¿Qué pasaría si el ministro de economía colocara en el recibidor de su ministerio una figura policromada de San Vicente Ferrer, patrón de las facultades de economía, cuyo coste fuera de unos diez mil euros? Nos podemos imaginar que entonces vendría la reclamación de una o varias instancias sociales argumentando que España es un estado laico en el que las figuras religiosas no deben ocupar espacios públicos. Meterían ruido en los medios de comunicación e irían a los tribunales si fuera necesario.

No lo harían contra Zeus «que en el fondo es una figura religiosa», pero sí contra un belén, un crucifijo o la imagen de un santo. ¿Y por qué? Está claro: Zeus está muerto; pero Jesucristo y sus santos están vivos, por eso molestan y son intolerables. Están tan vivos que desde hace dos mil años celebramos el nacimiento de un bebé. ¿Hay mayor prueba de que Jesús está vivo? El nacimiento de un bebé es la máxima expresión de vida, y no hay nada que sea más vital que un niño. Chesterton, siempre tan genial en sus paradojas, afirmó que la repetición de algo, lejos de ser síntoma de cansancio, es signo de vitalidad. Se pregunta el escritor británico: ¿quién se cansa antes de un juego, el niño o el adulto? Por eso el cristianismo es molesto: porque está vivo, es decir, porque es verdadero, porque resiste al paso del tiempo y da siempre esperanza al ser humano. No es en vano que el cristianismo no sea una religión construida por los hombres, sino una fe que hemos recibido, como recibimos un bebé sin merecerlo, como un regalo.

He procurado expresar con mis pobres palabras la idea de que el cristianismo es una fe viva. Mucho mejor lo supo expresar el escritor antes mencionado, Chesterton, en su libro El color de España y otros ensayos (Ed. Espuela de Plata, p. 103):

Nunca oí hablar de ningún caso en que los escépticos paganos se hicieran iconoclastas y salieran a destrozar las deidades populares en nombre de la verdad abstracta. Aceptaban la lira de Apolo o el caduceo de Mercurio como nosotros aceptamos a Cupido en una carta amorosa o a una ninfa en una fuente de piedra. Podemos decir que el cupido se ha vulgarizado y ya no es en verdad un dios. Podemos decir que la ninfa se ha encontrado con la Medusa y se ha convertido en piedra. Tal vez sintieran en el fondo de sus corazones que su religión estaba muerta. Pero porque estaba muerta necesitaron aún menos emplear denodados esfuerzos para matarla. Si el cristianismo fuera realmente uno de los cultos estudiados en la religión comparada; si fuera realmente, como dicen a menudo sus críticos, algo construido con materiales tomados en préstamo del paganismo; si fuera en realidad sólo uno de los últimos mitos o rituales de la larga muerte inmortal del Imperio Romano, no habría razón alguna para que cualquiera no pudiese utilizar sus símbolos del mismo modo que cualquiera puede utilizar los símbolos de las ninfas y cupidos. El verdadero motivo es que esta religión se diferencia en un pequeño detalle de todas esas bellas religiones antiguas: y es que no está muerta. Todos saben en el fondo de su corazón que no está muerta, y nadie lo sabe mejor que quienes quieren que muera.

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