La cruz es la suprema epifanía a de Dios, por eso no es extraño que la predicación apostólica esté centrada en ella (1 Co 1,23). Sin embargo, la cruz de Jesucristo es un gran misterio, «escándalo para los judíos y necedad para los griegos. Pero es poder y sabiduría de Dios para quienes son llamados, tanto judíos como griegos» (1 Co 1,23-24). Es un gran misterio: una persona divina llega a morir de verdad. Parece imposible, inconcebible, pero es cierto: el Hijo divino encarnado experimentó la suprema humillación de la muerte y de la cruz. En esta muerte ignominiosa los judíos incrédulos vieron la prueba de que Jesús no era el Hijo de Dios (Mt 27,43). Pero otros, como el centurión, gracias a la cruz llegaron a la fe: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39).
Es un gran misterio: el Padre decide la muerte de su Hijo amado. «Él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados» (1Jn 4,10). «No se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8,32). ¿Cómo es posible que la gran abominación de la cruz tuviera lugar «conforme al plan que Dios tenía establecido y previsto» (Hch 2,23)? Sin embargo, así fue como «Dios cumplió lo que había predicho por los profetas, que su Mesías tenía que padecer» (Hch 3,18). La cruz fue para Cristo “orden de Padre” (cf. Jn 14,31), y su obediencia hasta la muerte (Fl 1,8) fue una obediencia filial prestada al Padre (Mt 26,39).
Es un gran misterio: la obra más santa de Dios confluye con la obra más criminal de los hombres. En aquella hora de las tinieblas, los hombres matamos al Autor de la vida (Hch 3,14-19; Mc 9,31), y de esta muerte nos viene a todos, la vida eterna. La muerte de Cristo en la cruz es salvación para todos los hombres. ¿Cómo explicarlo? La Revelación nos permite intuir las claves de un gran enigma: La cruz de Cristo es expiación sobreabundante por los pecados del mundo. «Fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre Él, sus cicatrices nos curaron» (Is 53,5), «el inocente sufrió por los pecadores» (1Pe,18). Es reconciliación de los hombres con Dios. «En Cristo, Dios estaba reconcliando el mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados» (2 Co 5,19). Es nuestra redención: hemos sido comprados y rescatados del pecado y de la muerte al precio de la sangre de Cristo (1 Co 6,20). Jesús «se ha entregado a sí mismo por nosotros, para rescatarnos de toda maldad, purificarnos y hacer de nosotros su pueblo, apasionado por hacer el bien» (Tt 2,14). Es un sacrificio, una ofrenda cultual de supremo valor santificante. «Cristo nos amó y se entregó Él mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios como víctima de suave olor» (Ef 5,2). Es victoria sobre el demonio, que nos tenía prisioneros por el pecado. «Ahora el príncipe de este mundo es expulsado» (Jn 12,31)