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Le presentan a Jesús una mujer sorprendida en adulterio. Todos conocen su destino: será lapidada hasta la muerte según lo establecido por la ley. Nadie habla del adúltero. Como sucede siempre en una sociedad machista, se condena a la mujer y se disculpa al varón. El desafío a Jesús es frontal: «La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú ¿qué dices?» Jesús, con sencillez y audacia admirables, introduce al mismo tiempo verdad, justicia y compasión en el juicio a la adúltera: «el que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». Y entonces «al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno». Todos hemos pecado. Y si todos somos pecadores, ¿por qué nos empeñamos en ser tan crueles y duros con los que caen? Y, hablándonos del perdón, Jesús nos enseñó a perdonar sin condiciones a nuestro prójimo, «porque, si no perdonáis a quien os ofende, tampoco vuestro Padre Celestial perdonará a vosotros vuestras faltas».

Ya cuando se han marchado todos los acusadores, entonces Jesús se incorpora y espera a que la mujer, toda temblorosa, se acerque hasta Él: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado?». «Ninguno, Señor», respondió ella con grandísimo respeto, humildad y confusión. «Pues tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más». ¡Qué maravillosas palabras, brotadas directamente del corazón de Dios! Jesús era el único que, en justicia, podía condenarla, porque Él no tenía pecado. Y, sin embargo, su actitud es de inmensa piedad y compasión, de ternura y misericordia hacia esa pobre mujer.

Veinte siglos después, en los países de raíces supuestamente cristianas, seguimos viviendo en una sociedad donde con frecuencia la mujer no puede moverse libremente sin temer al varón. La violación, el maltrato y la humillación no son algo imaginario. Al contrario, constituyen una de las violencias más arraigadas y que más sufrimiento genera. Jesús, al perdonar a la mujer y al perdonarnos a cada uno de nosotros, nunca nos humilla. Nos respeta, nos eleva, nos dignifica. Y, sobre todo, nos lleva al Corazón del Padre, a la experiencia del amor infinito de Dios. Si así es la misericordia del Padre, ¿cómo no acercarnos a pedirle perdón y a reconciliarnos con Él? El Señor nos espera en el sacramento de la reconciliación en este tiempo de conversión para darnos su perdón y su amor y para decirle a cada uno: «yo tampoco te condeno, vete y en adelante no peques más».

El jueves tenemos la oportunidad de celebrar comunitariamente el sacramento de la reconciliación, que es la fiesta del perdón; no lo desaprovechemos.