Galileos-Sangre

Hoy se nos cuenta que algunos vecinos anónimos se presentaron a Jesús a referirle la tragedia «de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían». Jesús reponde recordando otro acontecimiento dramático ocurrido en Jerusalén: la muerte de dieciocho personas aplastadas por la caída de un torreón de la muralla cercana a la piscina de Siloé. La respuesta de Jesús hace pensar. Antes que nada, rechaza la creencia tradicional de que las desgracias son un castigo de Dios. Jesús no piensa en un Dios «justiciero» que va castigando a sus hijos e hijas repartiendo aquí o allá enfermedades, accidentes, guerras o desgracias, como respuesta a sus pecados. Vuelve su mirada hacia los presentes y los enfrenta consigo mismos: han de escuchar en estos acontecimientos la llamada de Dios a la conversión y al cambio de vida.

Vemos estos días la desesperación de los refugiados ucranianos y subsaharianos. ¿Cómo leer estas tragedias desde la actitud de Jesús? Ciertamente, lo primero es preguntarnos qué estamos haciendo nosotros. La pregunta que puede encaminarnos hacia una conversión no es «¿por qué permite Dios esta horrible desgracia?», sino «¿cómo consentimos nosotros que tantos seres humanos vivan en la miseria, sin libertad y sin esperanza de futuro?». Al Dios crucificado no lo encontraremos pidiéndole cuentas a una divinidad lejana, sino identificándonos con las víctimas. No lo descubriremos protestando de su indiferencia o negando su existencia, sino colaborando de mil formas por mitigar el dolor en Ucrania, en Siria, en Ceuta y Melilla y en el mundo entero. Nuestro Señor ha negado rotundamente la idea de que el dolor es un castigo de Dios. Y al final concluye con esta sentencia: «Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». Es una llamada directa a nuestra conciencia.

Las desgracias ajenas han de ser para nosotros como una voz de alerta y una invitación a la conversión interior. Sobre todo, en este período de Cuaresma, tiempo de gracia y de conversión. Si esto nos inquieta, la segunda parte nos consuela. El “viñador”, que es Jesús, pide al dueño de la viña, su Padre, que espere un año todavía. Y entretanto, Él hará todo lo posible (y lo imposible, muriendo por nosotros) para que la higuera dé fruto.