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A lo largo de los últimos domingos hemos escuchado, en el contexto narrativo de los sinópticos, después de la entrada (triunfal) de Jesús en Jerusalén, como el maestro expulsa a los vendedores del Templo (Mt 21,12) y, ante sus seguidores y detractores, notables, sacerdotes y fariseos, con un lenguaje de parábolas les habla del Reino de Dios, de aquel padre que tiene dos hijos y los envía a trabajar en la viña (Mt 21,28), del amo de la viña que envía a sus criados a percibir el fruto de la vendimia y, al ser éstos maltratados por los jornaleros, acaba enviando a su hijo, quien también sufre la subversión de los trabajadores y es asesinado (Mt 21,33) y del Rey que invita a las bodas (Mt 22) sin verse correspondido.

La tensión va subiendo de tono y, hoy, el Evangelio nos comenta este nuevo episodio de desafío, de fariseos y herodianos, que buscan acorralar al Rabí con una pregunta-trampa: ¿Es lícito pagar el tributo al César? La respuesta de Jesús es una pregunta: «¿De quién es esta imagen?» Al oír su respuesta, «del César», Jesús continúa: «Pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». De hecho, la cuestión central es la pertenencia, el origen. ¿A quién pertenece esta imagen de la moneda?, ¿de quién es?

Así pues, al hilo de este argumento, el ser humano es invitado a plantearse la misma pregunta: ¿Dónde está nuestro origen o pertenencia de nuestra realidad humana? En el libro del Génesis que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por tanto, con la respuesta de Jesús hemos de concluir que el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, le pertenece a Él, íntegramente, es decir, con cuerpo y alma. Con Pablo, podemos decir que «en la vida y en la muerte somos del Señor».