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Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu pensamiento. Son palabras que tanto San Mateo como San Marcos ponen en boca de Jesús, mientras que San Lucas las atribuye a un fariseo.

Para poder amar es necesario haberse sentido amado. Aprendemos a amar cuando nos hemos sentido amados. Si nos dejamos impregnar por el Amor de Dios, que nos toca en el fondo de nuestro corazón, quedamos capacitados para responder a este Amor. Dios misericordioso no quita únicamente el pecado del mundo, sino que nos diviniza.

Esta tendría que ser nuestra actitud vital: amar siempre, sin esperar contrapartidas. Sin condiciones previas. Porque el hombre creyente sabe que todo lo ha recibido de Dios, su vida toma un tono permanente de eucaristía, de acción de gracias se hace explosiva, comunicativa y entusiasmada.

Es preciso tener la decisión de practicar este dulce mandamiento con todo el mundo: personas y cosas, trabajo y descanso, espíritu y materia, ya que todo es criatura de Dios. Al ser impregnados por el Amos de Dios, quedamos capacitados para responder a este Amor. Dios misericordioso no se limita a quitar el pecado del mundo, también nos diviniza, participamos de la naturaleza divina, somos Hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo.

El Papa Francisco dijo: «Hoy más que nunca es necesario adorar!» Seguramente una de las mayores perversiones de nuestra época sea el que se nos proponga adorar lo humano marginando lo divino. «Sólo al Señor adorarás» es el gran desafío ante tantas propuestas vacías de contenido. La primera llamada y la justa exigencia de Dios es que el hombre lo acoja y lo adore, nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 2.084.