Entre las fiestas que la Iglesia celebra, la solemnidad de la Santísima Trinidad es peculiar. En el calendario litúrgico, las grandes fiestas vienen marcadas por grandes acontecimientos de la Historia de la Salvación: el nacimiento del Hijo de Dios en la Navidad, la resurrección de Jesucristo en la Pascua, o la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. En la Liturgia, estos eventos, que giran alrededor del Misterio Pascual, se hacen presentes, se actualizan, y Cristo nos comunica su salvación mediante la celebración sacramental de estos hechos. El registro propio de la Liturgia es la dispensación divina de la salvación. Dios se ha comunicado gradualmente en un acontecer planificado que forma todo un conjunto. Este acontecer es la Historia de la Salvación, en la que Dios ha ido distribuyendo los bienes de la revelación y de la gracia. Así, Dios se ha ido acostumbrando a los hombres y, pedagógicamente, ha ido acostumbrando a los hombres a comprenderlo. En la solemnidad de la Santísima Trinidad no celebramos, pues, lo que Dios ha hecho por nosotros, como en otras fiestas, sino lo que Dios es en sí mismo. En esta fiesta pasamos de la dispensación a la teología, de las acciones salvíficas al que en sí mismo es la Salvación.
Es bueno detenerse a pensar en quién es Dios. Hasta cierto punto nos resulta fácil, ya que Él nos lo ha dicho: Dios se ha revelado, sin quitar totalmente el velo que le cubre, el velo de su santidad. Y se ha revelado como misterio de la comunión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Dios es la Trinidad y la Trinidad es Dios. Dios es el Padre eterno; Dios es el Hijo «de la misma naturaleza del Padre». Dios es el Espíritu Santo que procede del Padre por el Hijo. Las tres Personas son el mismo y único Dios. Un Dios único, pero no solitario.
Un Dios compasivo y misericordioso que nos salva, dándose a conocer e invitándonos a participar en su vida, para que permanezcamos en la gracia de nuestro Señor Jesucristo, en el amor del Padre y en la comunión del Espíritu Santo. Por la fe y el Bautismo, la Trinidad mora en nosotros y nosotros en ella: «Quien me ama guardará mi palabra, mi Padre lo amará y haremos morada en él» (Jn 14,23).