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Una definición idónea de cristiano es la de ser hombre o mujer de Dios. Esta presentación del discípulo de Jesucristo es el ideal al que debemos tender, nuestro programa de vida, y al mismo tiempo refleja excelentemente cuál es nuestra escala de valores y el criterio supremo que guía nuestra existencia. El Apóstol san Pablo llama así a su discípulo Timoteo: «hombre de Dios» (1Tm 6,11). Y él mismo se ha esforzado por ser un hombre de Dios, un seguidor de Jesucristo consagrado a la causa de la difusión del Evangelio.

Nos dice la Revelación, ya en las primeras páginas de la Biblia, que el hombre ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza. Aprendimos esta en la catequesis y la hemos oído a menudo en la predicación, pero quizás no la hemos meditado mucho ni le hemos sacado todo el jugo. Es una verdad esencial: somos hombres y mujeres de Dios, en primer lugar porque hemos sido creados por Él a su imagen y semejanza. Sin embargo, en la actualidad están muy en boga las corrientes de pensamiento materialista que casi se apasionan por remarcar la semejanza de la especie humana con los animales: el ser humano sería como un animal más entre otros; de este modo, se pretende exaltar en él las pulsiones, los estímulos, los apetitos y las pasiones…, se dice que todo ha de obtener satisfacción, sin frustraciones ni represiones que coartarían la libertad humana. Entonces se prescinde de Dios, porque se le considera un rival, enemigo y represor del hombre. Ahora bien, ¿podemos dar la razón a este modo de pensar? ¿Podemos exaltar al hombre si lo rebajamos a la categoría de los animales? ¿El objetivo de la vida humana es simplemente comer, dormir, reproducirse, satisfacer necesidades y caprichos, a menudo de manera egoísta? ¿Qué papel tiene la inteligencia que debe dominar las pasiones con la fuerza de la voluntad? Aristóteles definió muy bien al hombre cuando dijo que era un «animal racional», porque ponía precisamente el acento en la racionalidad, en lo que nos eleva por encima del resto de los animales, haciendo que entre ellos y nosotros haya un salto cualitativo. Dios nos ha dotado de un alma racional e inmortal que nos permite descubrir unas categorías nuevas y vivir de acuerdo con ellas: la búsqueda de la justicia, el reconocimiento del Creador y Salvador por medio de la fe, el amor con el que podemos sacrificarnos generosamente por nuestros hermanos, la paciencia…

La fe cristiana profesa que Dios se ha hecho hombre en su Hijo, por eso confesamos que Jesucristo Dios y hombre verdadero, y en Él la condición humana queda elevada sin que por ello quede rebajada su naturaleza divina. Los Padres de la Iglesia habían acuñado una frase hermosa y exacta sobre el misterio de la Encarnación: «Sin dejar de ser lo que era, asumió lo que no era». Y en la Encarnación del Hijo, Dios toma y redime la naturaleza humana de cada uno de nosotros. Por eso, en segundo lugar, somos también hombres y mujeres de Dios, porque hemos sido redimidos por Jesucristo, la imagen de Dios Padre que ha sido restaurada en nosotros por el misterio de la muerte y resurrección del Señor. De aquí la necesidad de la conversión y de la entrada a una vida nueva. Jesucristo no nos ha predicado una manera entre muchas de ser hombre o mujer y de construirse como persona, sino que nos ha presentado el modo como Dios quiere y ama al ser humano, la creatura más excelente para la que ha creado el mundo y para la que ha dado su propia vida.