TomasMoro-22Junio-min

Dinos, pues, qué opinas: ¿es licito pagar impuesto al César o no?» Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.» Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?» Le respondieron: «Del César.» Entonces les replicó: Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. (Mt 22, 20-21).

Jesucristo, después de explicarnos en parábolas el misterio del Reino de Dios (últimos domingos) se enfrenta cada vez más con aquellos que se sienten interpelados por sus alusiones. Él, Cristo, es la piedra angular, es el dueño celoso de la viña que quiere protegerla y dárnosla en herencia si la merecemos. La pregunta que hoy le hacen al Señor en el Evangelio es una muestra de la desesperación de sus perseguidores, ya que se les acaban los argumentos, e implícitamente reconocen las verdades que predica Cristo, aunque no lo reconocen. Cristo ha sido enviado por el Padre a su pueblo de Israel, y a todos los pueblos, proyectando así una gran luz sobre todos los hombres: la distinción, que no separación, entre el orden temporal y el espiritual. No todos los pueblos son iguales, pero todos los hijos de Dios están llamados a vivir lo mismo en cualquier circunstancia.

Así lo vivió Santo Tomás Moro, un mártir inglés del s. XVI.

Fiel hasta las últimas consecuencias a sus deberes civiles, se expuso a riesgos extremos por servir a su propio País. Consiguió ser un perfecto servidor del Estado porque luchó por ser un perfecto cristiano. «Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt22, 21): Santo Tomás Moro comprendió que estas palabras de Cristo, que por una parte afirman la relativa autonomía de lo temporal en relación con lo espiritual, por otra —en cuanto pronunciadas por Dios mismo— obligan a la conciencia del cristiano a proyectar sobre la esfera civil los valores del Evangelio, rechazando todo compromiso y llegando, si es preciso, hasta el heroísmo del martirio, de un martirio que él personalmente afrontó con profunda humildad. Su Martirio, dentro de los límites de la prudencia con que debe ser examinada la historia imperfecta de los hombres, es la prueba suprema de esta unidad de valores —fruto de la asidua búsqueda de la verdad y de una no menos tenaz lucha interior— a la que Santo Tomás Moro supo condicionar toda su existencia. Su extraordinario buen humor, su perenne serenidad, la atenta consideración de las posturas contrarias a la suya y el sincero perdón de quienes lo condenaban muestran cómo su coherencia se compaginaba con un profundo respeto de la libertad de los demás.

Fue mártir de la libertad porque fue mártir de la primacía de la conciencia, una primacía que, sólidamente enraizada en la búsqueda de la verdad, nos hace plenamente responsables de nuestras decisiones y, por tanto, libres de todo vínculo que no sea el propio del ser creado, esto es, el vínculo que nos une a Dios. Su Santidad nos ha recordado que la conciencia moral rectamente entendida es «testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma» (Enc. Veritatis splendor, n. 58). Nos parece que esa es la lección fundamental de Santo Tomás Moro a los hombres de Gobierno: la lección de la huida del éxito y el consenso fáciles cuando ponen en entredicho la fidelidad a los principios irrenunciables, de los que dependen la dignidad del hombre y la justicia del orden civil. Y nos parece una lección altamente inspiradora para todos los que, en el umbral del nuevo Milenio, se sienten llamados a conjurar las insidias disimuladas pero recurrentes de nuevas tiranías. (De una biografía).

Leave your comment