Hoy se nos cuenta que algunos vecinos anónimos se presentaron a Jesús a referirle la tragedia de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. No conocemos detalles de lo sucedido ni se nos reportan datos cronológicos. Lo cierto es que se trataba de un hecho bastante conocido por todos y que tal vez debió haber ocurrido en fechas cercanas a esa conversación con nuestro Señor. No sabemos por qué acuden a Jesús. ¿Desean que se solidarice con las víctimas? Y si no han pecado, ¿por qué Dios ha permitido aquella muerte sacrílega en su propio templo? Jesús responde recordando otro acontecimiento dramático ocurrido en Jerusalén: la muerte de dieciocho personas aplastadas por la caída de un torreón de la muralla cercana a la piscina de Siloé. Pues bien, de ambos sucesos hace Jesús la misma afirmación: las víctimas no eran más pecadores que los demás. Y termina su intervención con la misma advertencia: «si no os convertís, todos pereceréis». La respuesta de Jesús da que pensar. Antes que nada, rechaza la creencia tradicional de que las desgracias son un castigo de Dios. Jesús no piensa en un Dios «justiciero» que va castigando a sus hijos repartiendo aquí o allá enfermedades, accidentes o desgracias, como respuesta a sus pecados. Después, cambia la perspectiva del planteamiento. Vuelve su mirada hacia los presentes y los enfrenta consigo mismos: han de escuchar en estos acontecimientos la llamada de Dios a la conversión y al cambio de vida.

Vemos cada día la desesperación de los refugiados sirios y subsaharianos. ¿Cómo leer estas tragedias desde la actitud de Jesús? Ciertamente, lo primero es preguntarnos qué estamos haciendo nosotros. La pregunta que puede encaminarnos hacia una conversión no es «¿Por qué permite Dios esta horrible desgracia?», sino «¿cómo consentimos nosotros que tantos seres humanos vivan en la miseria, sin libertad y sin esperanza de futuro?». Al Dios crucificado no lo encontraremos pidiéndole cuentas a una divinidad lejana, sino identificándonos con las víctimas. No lo descubriremos protestando por su indiferencia o negando su existencia, sino colaborando de mil formas por mitigar el dolor en Siria, en Ceuta y Melilla y en el mundo entero. Entonces, tal vez, intuiremos entre luces y sombras que Dios está en las víctimas, defendiendo su dignidad eterna, y en los que luchan contra el mal, alentando su combate. Nuestro Señor ha negado rotundamente la idea de que el dolor es un castigo de Dios. Y al final concluye con esta sentencia: «Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera«. Es una llamada directa a nuestra conciencia. Las desgracias ajenas han de ser para nosotros como una voz de alerta y una invitación a la conversión interior. Sobre todo en este período de Cuaresma, tiempo de gracia y de conversión.

Cada cual sabrá cómo se le presenta esta exigencia de cambio. Nadie queda excluido. Si esto nos inquieta, la segunda parte nos consuela. El viñador, que es Jesús, pide al dueño de la viña, su Padre, que espere un año todavía. Y entretanto, él hará todo lo posible (y lo imposible, muriendo por nosotros) para que la higuera dé fruto. Que la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra interceda por nosotros en este tiempo de gracia para experimentar un verdadero cambio de vida, entregada al servicio de tantos hermanos y hermanas necesitados de nuestra ayuda generosa.