Una constante de la Cuaresma es la llamada a la conversión, a un cambio de mentalidad y a un retorno hacia Dios. Pero al hablar de la conversión, tenemos también que hablar del pecado, de la realidad del mal de la que tenemos que convertirnos abriéndonos al don de la misericordia divina y dando pasos hacia la transformación de nuestra vida. Sin pecado no habría Redentor ni Redención; si negamos la culpa, negamos también al Redentor, y la figura de Jesucristo quedaría reducida todo lo más a la de un predicador o maestro.
Sin embargo hoy, desde muchos ámbitos, tratan de eludir la culpa y, con ella, también el sacramento del perdón. El procedimiento está en diluir la culpa en la sociedad y así hablar del pecado estructural o social, que es una especie de entelequia alejada de la realidad de cada persona, una especie de instancia colectiva de la que yo no me hago responsable. Como dice el refrán: «el éxito tiene muchos padres, pero el fracaso siempre es huérfano». ¡No podemos engañarnos! A nadie le gusta reconocer sus errores y malas obras. Ciertamente, nos parece una pésima jugada que nos prohíban justamente lo que nos atrae con tanta fuerza. Sucede muy a menudo que obtenemos nuestro bien a costa del daño de otro, o incluso del mal colectivo. Y aquí es donde interviene la moral –el código de costumbres aceptadas por todos… que, con criterios de sostenibilidad de la comunidad a corto, medio o largo plazo, nos dice lo que es virtud y lo que es pecado. La virtud viene acompañada de elogio y admiración, mientras que el pecado merece condena y censura.
Es evidente que a nadie le gusta ser menospreciado y condenado sólo por hacer lo que le viene en gana. Cualquier religión y cualquier código de conducta incluyen el concepto de pecado, tanto si se le llama así como si se le da otro nombre. Todo movimiento que lleve a una relajación en la vida religiosa y en las instituciones que regulan las conductas empieza primero atenuando y después negando todo concepto de pecado o transgresión. Naturalmente, después le sigue la condena de toda represión moral y, como tercer acto, viene la impregnación en la sociedad de la idea de la bondad intrínseca del hombre, negando así la revelación divina sobre la realidad humana, marcada por el pecado original, que abre la puerta a los pecados personales. El reconocimiento del pecado original y de su afectación a toda persona es un factor básico y decisivo para la realización de la obra redentora de Cristo y para comprender también esta obra de salvación. ¿Por qué al enfriarse la vida religiosa el primer sacramento que se abandona es el de la penitencia? Después viene la deserción de la Eucaristía y, finalmente, la religiosidad del individuo queda difuminada en una pretendida consideración de ser “buena persona” y de no hacer daño a nadie; pero eso no deja de ser un engaño con el que se busca una autocomplacencia. De esta visión falseada también tenemos que convertirnos.