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Es un dato curioso en el Evangelio de Lucas ver que en el día de la ausencia de Jesús los discípulos se llenaron de un gran gozo: «Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría» (Lc 24, 52). Comprendieron que, a partir de aquel momento, Jesús empe-zaba a hacerse presente de otra manera completamente nueva, y entendieron que sólo puede esperar el cielo quien se compromete a trabajar en favor del bien aquí en la tierra, colaborando a hacer presente el Reino de Dios en el mundo.

No pocas veces se ha acusado a la fe cristiana de adormecer la conciencia huma-na con la promesa del más allá y hacer olvidar el sufrimiento y la injusticia que hay en el mundo, alienándonos y consolándonos con un paraíso ficticio. «La religión es el opio del pueblo», decía Karl Marx. ¡Nada más lejos de la realidad! La fe en Jesucristo, al anunciarnos el mundo nuevo, nos proporciona una esperanza insuperable que nos estimula a luchar contra las fuerzas del mal que deshumanizan al hombre: injusticia, explotación, violencia, hambre, enfermedades… Reparemos en tantos hombres y mujeres cristianos que han luchado a favor de la paz y de la vida; ¿se puede acusar a la Iglesia de narcotizar las conciencias y de ofrecer paraísos ficticios, cuando ella muchas veces se ha puesto en la vanguardia de tantas situaciones, ha ido a misionar a sitios difíciles donde nadie hubiera querido ir, ha construido escuelas, hospitales, sanatorios, granjas, talleres y ha trabajado incansablemente a favor de la promoción humana? Son muchos los hijos de la Iglesia que han dado su vida en estas obras. Nadie que esté bien infor-mado podrá negar nunca la evidencia. Todo esto es consecuencia de la Ascensión del Señor.

Cuando era seminarista solía subir a Montserrat durante la semana de Pascua; aprovechaba que la Facultad de Teología nos daba fiesta para estudiar y preparar algunos trabajos y exámenes en la paz del monasterio. Entonces no tenía carnet de con-ducir ni coche; iba en tren hasta Monistrol, el pueblo que está en la falda de la montaña, y allí tomaba el funicular aéreo. La ascensión duraba cinco emocionantes minutos: desde el otro lado del río, la cesta subía sobrevolando aquellas rocas imponentes hasta llegar a la estación superior, cerca del monasterio. ¿Qué impulsaba a la cesta a subir? Como en todos los funiculares, un mecanismo sencillo que aprovechaba la fuerza del contrapeso de la otra cesta al bajar. Esta imagen puede ayudarnos a captar qué repre-senta para nosotros ser elevados a la categoría de hijos de Dios y crecer en la vida cristiana: Jesucristo ha descendido para que nosotros podamos subir, el Hijo de Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser hijo de Dios, y la fuerza de su amor nos eleva a una vida nueva.

Con el Hijo de Dios nos elevamos también nosotros en todos los aspectos. La victoria de Jesús será también nuestro triunfo. Y la alegría nos llevará, con la fuerza del Espíritu prometido, a ser testigos del Resucitado hasta los confines del mundo, pues nuestras obras llenas del amor de Dios serán el mejor testimonio