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El Evangelio nos enseña la sabiduría divina es una ciencia que no consiste en conocer muchas cosas, sino en amar a Dios cada vez más y en querer vivir en comunión con Él. El contacto vital y profundo con el Señor a través de su Palabra, la oración y los sacramentos, nos abrirán cada día los tesoros de su amor y nos darán un conocimiento superior no sólo de las realidades espirituales, sino también de las materiales, contemplando todas las cosas con un sentido sobrenatural y sin quedarnos atrapados en los problemas cotidianos, alzando siempre nuestra mirada hacia el horizonte desde donde Dios nos llama.

Ahora bien, para seguir el camino evangélico es necesario meditar seriamente las condiciones que comporta, y –como dice el mismo Jesús– ponernos a deliberar; si somos honrados, llegaremos a la siguiente conclusión: no puedo ser discípulo de Jesucristo si no renuncio a mí mismo, a mi egoísmo, a mi deseo de ser más que los demás y a querer que mis criterios sean siempre los válidos, imponiéndolos a diestro y siniestro; no puedo ser discípulo de Jesús si no renuncio al amor de los bienes materiales y a querer hacer de las personas objetos para mi servicio y consumo. Sólo con la renuncia a todo lo que ahoga la vida cristiana auténtica, podré tener un corazón transparente y amar de veras a Jesucristo por encima de todo, reconociendo que Él es el único Maestro, Señor y Dios, lo máximo en mi vida.

El amor a mis familiares, que Jesús había inculcado más de una vez y que en alguna ocasión había recriminado a los fariseos de no cumplir, no puede ser un obstáculo ante el amor que le debemos a Dios y a su Reino. En el amor a Dios amaremos verdaderamente a nuestros familiares: nunca se aman con mayor transparencia los esposos, padres, hijos y hermanos que cuando saben que el amor que se profesan unos a otros es un efluvio y una comunicación de Dios.

En la época en que se escribieron los Evangelios, la expresión «llevar la cruz» tenía un sentido muy realista, ya que la posibilidad de morir mártir por causa de la fe era muy frecuente y quien se hacía discípulo sabía cuál era el riesgo. Hoy en día, cuando esta posibilidad no parece tan inminente, hemos interpretado la expresión «llevar la cruz» como «asumir las dificultades, los sufrimientos y los sacrificios que se nos presentan a diario, aceptando las críticas que nos vengan a causa de la fe y renunciando a nuestros planes y proyectos». Ambas interpretaciones tienen el sello de la aceptación generosa lo que Dios quiere de nosotros. Ser cristiano, en definitiva, no es apuntarse a una ideología halagadora. Ser cristiano es una opción heroica que nos deja desnudos ante Dios. Conviene que tengamos conciencia de ello y que lo digamos tal como es.