No creo que haya nadie que necesite tanto de la ayuda y gracia de Dios como yo. A veces me siento impotente y débil. Creo que por eso Dios me utiliza. Puesto que no puedo fiarme de mis fuerzas, me fío de Él las veinticuatro horas del día. Y si el día tuviera más horas más necesitaría su ayuda y la gracia. Todos debemos aferrarnos de Dios a través de la oración. Mi secreto es muy sencillo: la oración. Mediante la oración me uno en el amor con Cristo. Comprendo que orarle es amarlo… La gente está hambrienta de la palabra de Dios para que les dé paz, unidad y alegría. Pero no se puede dar lo que no se tiene, por lo que es necesario intensificar la vida de oración. Sé sincero en tus oraciones. La sinceridad es humildad y ésta solo se consigue aceptando las humillaciones. Todo lo que se ha dicho y hemos leído sobre la humildad no es suficiente para enseñarnos la humildad. La humildad solo se aprende aceptando las humillaciones, a las que nos enfrentamos durante toda la vida. Y la mayor de ellas es saber que uno no es nada. Este conocimiento se adquiere cuando uno se enfrenta a Dios en la oración. Por lo general, una profunda y ferviente mirada a Cristo es la mejor oración: yo le miro y Él me mira. Y en el momento en que te encuentras con Él cara a cara adviertes sin poderlo evitar que no eres nada, que no tienes nada. (Santa Teresa de Calcuta).

Las palabras del evangelio de hoy nos recuerdan la novedad que trae Cristo a la tierra: que la revelación viene en definitiva sólo de Dios, y que los hombres, en este caso los fariseos, como enseña san Pablo sólo pueden ser siervos de esta verdad, y algunos meros administradores de los misterios divinos. Los maestros de la ley pensaban que la sucesión de generaciones les daba el derecho de ensanchar la enseñanza de Moisés, que fue profeta del Señor precisamente por sus dificultades al hablar y por su fe en el nombre del Dios verdadero. Los rabinos se creían sucesores directos de Moisés, hasta el punto de deformar toda la Ley, y como les objetó el mismo Cristo, de hacerlo absolutamente todo sólo para que los demás lo vieran. Cristo nos enseña que todos somos hijos de un mismo Padre, Dios, y que la Revelación la recibimos todos aunque con diversidad de ministerios y de carismas. El nuevo apóstol del Señor no es dueño de la doctrina sino que la transmite, y aquí entra forzosamente la vida, es decir, las acciones, y después la legítima libertad de cada fiel a que, dentro del aprisco de la Iglesia, viva la doctrina en el campo en el que esté siendo él responsable de su propia salvación y de su propia conciencia, que debe formar según las pautas de la moral de la Iglesia.

Según el testimonio de la Madre Teresa de Calcuta, nosotros estamos llamados a descubrir que nada somos, nada realmente tenemos en propiedad. Los hombres, que viven en comunidad desde siempre, necesitan darse un derecho (respetando siempre el derecho natural y también el divino), y por eso la propiedad privada es algo que está en el mismo principio de supervivencia del ser humano. Pero, la vida misma, es decir, la Providencia, nos va enseñando a fuerza de humillaciones que no somos más que tierra, polvo. Fijaos, sólo reconociendo nuestra gran necesidad de la oración, por nuestras pobrezas, podremos lo imposible, y veremos lo increíble.