Hoy termina el tiempo de Navidad; Jesús tiene ya treinta años. Hasta ahora ha vivido una vida socialmente humilde, callada y anónima, como un judío observante y fiel a la Ley de Moisés. Ha sido circuncidado, pero no bautizado. Para los hombres judíos la circuncisión era un rito imprescindible para entrar a formar parte del pueblo de Israel, el pueblo elegido por Dios. Los padres se encargaban de que el niño fuera circuncidado a los ocho días de nacer. La circuncisión tenía para los hombres judíos un significado muy parecido al bautizo de niños tal como hoy lo practicamos.
El bautismo, en cambio, suponía una decisión personal de consagrarse a Dios y de renunciar al pecado. El que decidía bautizarse, resolvía cambiar de vida, empezar a vivir para Dios, cumpliendo fielmente la Ley divina. Así era el bautismo de Juan: un bautismo de arrepentimiento y de conversión a Dios. A este bautismo se presentó Jesús, poniéndose en la fila, como un judío más. Lo que sucedió ya lo sabemos, pues nos lo cuenta hoy san Mateo en su Evangelio.
Nosotros fuimos bautizados a los pocos días de nacer. Nos bautizaron en el bautismo de Jesucristo, no en el de Juan Bautista, y lo decidieron nuestros padres, siendo fieles a su fe y a su tradición cristiana. Pero resulta que muchos de nuestros jóvenes hoy no tienen ya la fe de sus padres y no quieren vivir en ella. ¿Qué debemos hacer los padres, catequistas y sacerdotes en estos casos? Yo creo que debemos acentuar la importancia y el significado personal y cristiano de la renovación de las promesas del bautismo. Cada joven debe decidir y expresar libre y conscientemente ante la Iglesia de Cristo si quiere vivir como bautizado. Tiene que aceptar su bautismo como un compromiso personal y como una decisión definitiva de vivir como cristiano. Los que no quieran aceptar su bautismo, viviendo como auténticos cristianos, merecen todo nuestro respeto, pero no los podemos considerar propiamente cristianos. No queremos llamar cristiano a un joven por el simple hecho de haber sido bautizado por la decisión de sus padres, sino al que decide libre y personalmente vivir su compromiso bautismal.
Jesús de Nazaret fue «ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, y pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo». Cuando fue bautizado por Juan, Dios le llamó su «Hijo amado, su predilecto». Cuando recibimos el bautismo, somos bautizados en el Espíritu de Jesús y Dios nos considera hijos suyos. ¿Cómo debe manifestarse en nosotros el Espíritu de Jesús? Evidentemente haciendo el bien e intentando curar, en la medida de nuestras posibilidades, a las personas que se hallen esclavizadas por algún mal. En la primera lectura de este domingo, el profeta Isaías nos dice que “el Siervo del Señor” traerá el derecho y la justicia a los pueblos, abrirá los ojos de los ciegos, liberará a los cautivos y a los que habitan en las tinieblas. Todo esto lo hará con mansedumbre y fortaleza. Éste debe ser nuestro programa, como personas que hemos sido bautizadas en el Espíritu de Cristo: ayudar siempre a los demás, empezando por los más desfavorecidos, actuando siempre con amor y fortaleza cristiana, pues para esto fuimos bautizados en el Espíritu de Cristo.