Si de alguien podemos decir que nos ama de veras, éste es Dios sin género de dudas; Dios nos manifiesta siempre un amor inmenso, escrito con letras doradas, un amor que llega hasta el punto de hacernos sus hijos y de librarnos de los grilletes de la esclavitud. Ésta es la esencia misma de la Navidad: somos hijos en el Hijo, lo dice la primera carta de Juan, que estamos leyendo como primera lectura en las celebraciones de la Misa de estos días y que os recomiendo leer entera a lo largo de esta semana –no os llevará mucho tiempo, porque es un escrito breve, pero lleno de contenido y significado.
Podríamos definir la primera carta de Juan como un himno al amor de Dios:
«Así hemos llegado a saber y creer que Dios nos ama. Dios es amor, y el que vive en el amor vive en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16).
En estos días santos de Navidad se nos invita a contemplar el amor divino, su esperanza, toda su gracia con la que Dios nos inunda a raudales. En estos días podemos considerar cómo Dios, al amarnos, nos perdona y, como, al perdonarnos, nos introduce en el ámbito de su amor, que es ya un anticipo de la gloria celestial.
Lo más importante de todo, pues, no es tanto amar a Dios en una actitud activa y sobrada, como sentirnos amados por Él. Es Dios quien activa nuestro amor, y aquí tenemos la clave para no cansarnos de amar. Un amor que primero recibimos y después, por eso, lo damos. Nadie puede dar lo que no tiene. Estos días son ocasión para contemplar este misterio de un amor inmenso y gratuito por parte de Dios y de un amor agradecido por nuestra parte. Vemos patente este amor en la cuna y en la humillación de la cruz. Son días para contemplar alegres y gozosos la bondad de Dios Amor. Experimentar el Amor de Dios es el camino para amar mejor a los hermanos.