Se abrirán los ojos de los ciegos, se destaparán los oídos de los sordos, entonces el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo» (Is 35, 5-6).
Podemos sentir la tentación de buscar a nuestro alrededor los ciegos, los sordos, los mudos… Más difícil es descubrir, y sentir interiormente, que los verdaderos ciegos, sordos, cojos y mudos somos nosotros mismos. Por eso se nos da esta hermosa noticia: Dios viene a visitarnos y nos hará gustar su entrada en nuestra historia, para abrirnos a la plenitud de la vida en el reino. Las «mochilas» de nuestra vida están llenas de muchas cosas que nos impiden esperar vigilantes esta visita. Somos poco capaces de convertirnos a lo esencial. Juan el Bautista, en cambio, con energía, nos señala lo esencial, nos lleva a lo esencial, nos abre a lo esencial. ¡Cuántas cosas inútiles llenan nuestra vida y a menudo terminan por causarnos daño, son nocivas, pesadas, nos perturban!… ¡Cuántas cosas inútiles en nuestras familias! Lo esencial nos lleva a poner orden en nuestra vida. Es una disciplina que nos educa y que nos forma, no para llenarnos de cosas, no para desbordarnos con necesidades sin sentido, no para multiplicar nuestros ídolos, sino para hacer sitio a Dios y a los hermanos.» (Congregación para el Clero).
La Palabra de Dios que llega a nuestros oídos y que nos trae ya la imagen y la infancia de Jesús nos invita a descubrir lo esencial de nuestras vidas para poder así ser liberados del peso que lastra nuestra vida espiritual. Y todo este camino supone una gran alegría, la alegría de los que creen que para Dios nada es imposible, esta es la alegría de los valientes. Esta ha sido la experiencia de los santos: se explica que Pedro abandonaba la ciudad de Roma cuando Cristo se le apareció y el antiguo pescador le dijo al Maestro, quo vadis Dómine. Jesús entraba en la ciudad de la que Pedro estaba huyendo, para así compensar el crucial testimonio que el primero de los apóstoles tenía que dar en la capital del mundo. Pedro, aprovecha la oportunidad y vuelve al circo donde todo será consumado, lleva la marca de una nueva traición en su piel, pero la misericordia ha tocado a su puerta y su valentía y humildad le han permitido cruzar el umbral de la santidad, la verdadera alegría; esto es el sacrificio, el amor que duele.
Algo parecido le pasó al beato Carlos de Foucauld; él era un gran soldado al servicio de la Francia, un hombre indiferente ante Dios, buscador de aventuras y de gloria. Hasta que un buen día su sobrina pequeña, una niña, le preguntó, después de escuchar todas esas historias de su tío sobre lo que hacía por Francia, qué había hecho por Cristo. En ese momento Carlos se desmoronó y comenzó un cambio interior en él, vio que le había fallado al amigo tan amado, Jesús. Nosotros también llevamos la marca de la traición al corazón del Señor grabada en nuestra piel, el espejo de la oración nos lo recuerda cada día. Podemos hacer dos cosas, utilizar la consabida trampa: hoy no, mañana, o en cambio, redescubrir la verdadera alegría de saber que no es mérito nuestro, que ha sido de rebote que hemos optado por la Cruz. Esto es posible, por eso estamos alegres, Dios nos ha puesto en bandeja la salvación: digamos, sí.