Evangelios

Seguro que nos acordaremos siempre del año 2020 recién terminado. Quedará como “el año de la pandemia”, a la que añadiremos la palabra “coronavirus” como algo terrible. Para todos ha sido un año muy duro, e incluso podríamos decir que ha sido un año horrible (annus horribilis), en el que a muchos se nos ha ido un ser querido del que no nos hemos podido despedir, y esto lo llevamos muy adentro como una herida difícil de curar; un año que nos ha obligado a cambiar muchas cosas: planes, proyectos, pensamientos y formas de vida; un año al que nos hemos tenido que adaptar lo mejor que hemos podido; un año que nos ha dado muchas lecciones y que también nos ha ayudado a valorar muchas cosas a las que antes quizás no prestábamos demasiada atención: la salud, la familia, la espiritualidad, la presencia de Dios en nuestra vida… De toda esta experiencia compartida es necesario aprender y que eso nos motive a una sincera conversión.

Ahora, desde hace pocos días hemos dado paso a un nuevo año en la que ya podemos considerar una nueva época de la historia. Un año nuevo viene cargado de esperanza y de nuevas y buenas promesas; por eso, nuestro deseo es que este año nuevo sea también un año bueno y que lo vivamos en la presencia de Dios. Una persona me decía: «Deseo que 2021 sea mejor que 2020 o, al menos, que no sea peor»; después ambos nos preguntábamos si podía haber un año aún peor; es cuestión de no llamar al mal tiempo y de vivir con fe y esperanza, de poner la mirada en Jesucristo, que se hizo hombre en la plenitud del tiempo –como dice san Pablo en Gálatas– y vino a salvarnos, aunque humanamente hablando no pareciera aquella época el mejor de los tiempos. El Hijo de Dios se hizo hombre, nos salvó, nos hizo entrar en comunión con el Padre, y nos enseñó a vivir; y aquí es precisamente donde quiero poner el acento, un aspecto del misterio de la Encarnación que quizás hemos descuidado un poco: nos enseñó a vivir como hijos de Dios.

Como Jesucristo y con Él hemos de saber decir en cada instante de nuestra vida: «He aquí que vengo –pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí– para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebreos 10,7), y pronunciar también en los momentos difíciles, duros y llenos de sufrimiento estas otras palabras: «Que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22,42). Si somos conscientes de estar en manos de Dios, que siempre son buenas manos, y que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien (Romanos 8,28), el año nuevo será un año bueno lleno de esperanza en el que podremos hacer presente el Reino de Dios y manifestar a través de nuestro amor al prójimo cómo nos ama el Señor.