En la tradición bíblica, los ángeles son signos de la presencia de Dios cerca de los hombres y de su acción salvadora. Conmemorábamos hace unos días los tres que aparecen en la Biblia con nombre propio y que son llamados «arcángeles»: Miguel, Gabriel y Rafael; y hoy, aunque coincide con el domingo, tenemos presentes a los santos ángeles custodios. En referencia a los tres nombres angélicos que conocemos, Miguel representa la lucha y la victoria contra el mal, ya que este nombre significa «¿Quién como Dios?»; Gabriel es el anunciador de la salvación, se manifestó al profeta Daniel, al sacerdote Zacarías «padre de san Juan Bautista» y a la Virgen María, y su nombre significa «Fuerza de Dios»; y Rafael representa la proximidad de Dios que acompaña y cura los males de los hombres, ya que su nombre quiere decir «Medicina de Dios». Y aún, algunas tradiciones añaden el nombre de un cuarto arcángel: Uriel, cuyo nombre significa «Luz (o Fuego) de Dios», y es el arcángel que nos acompañará en el momento de la muerte para llevarnos a la presencia del Señor.

En el camino de la vida, nos guían nuestros ángeles; Dios nos ha asignado a cada uno un ángel de la guarda. Algunas personas acostumbran a hablar con su ángel custodio y le piden ayuda para resolver un problema familiar o de cualquier otra índole, para dar un consejo acertado a un amigo, para consolar a las personas amadas y en otras circunstancias de la vida. Otras personas prácticamente se han olvidado de su ángel de la guarda; seguramente oyeron hablar de él en su infancia y alguien les dijo que nos cuida, nos guía y nos ayuda en las contingencias de la vida. Quizás recuerden haber visto el cuadro de un niño que camina tomado de la mano de un ángel grande y bello, pero hace tiempo que guardaron a su ángel de la guarda en el baúl de los recuerdos.

Si de mayores hablamos a los niños alguna vez de sus ángeles de la guarda, ¿no nos será provechoso también a nosotros pensar en el ángel que está a nuestro lado y nos ayuda de mil maneras? Bien cierto que Dios es el centro de nuestro amor y a veces no tenemos demasiado tiempo para pensar en espíritus angélicos, pero sin embargo podemos ver a nuestro ángel custodio no como una devoción privada ni como un residuo de nuestra infancia, sino como un regalo del mismo Dios, que nos ha querido hacer partícipes ya en la tierra de una creatura celeste que contempla este rostro del Padre que tanto anhelamos (cf. Mt 18,10).

Necesitamos renovar nuestro trato cariñoso y sencillo, como el de los niños, poseedores del Reino de los cielos (cf. Mt 19,14), con nuestro ángel custodio, para darle gracias por su ayuda constante, por su protección y por su afecto. Para sentirnos, a través de él, más cerca de Dios. Para recordar que cada uno de nosotros tenemos una vida preciosa, magnífica, infinitamente amada, invitada a llegar un día al cielo, al lugar donde el Amor y la Armonía lo son todo para todos. Para pedirle ayuda en el momento de las pruebas o ante tantas contingencias como nos trae la vida. Y así, caminando por el mundo, podremos cantar ya con la música del cielo, lo que proclamaba el salmista: «Te cantaré himnos delante de los ángeles» (Sl 138,1). La celebración de la liturgia, en la que unimos nuestras voces a las de los ángeles y los santos para alabar a Dios, nos lo hace posible.

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